Cuando se marcharon los
Magos, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: Levántate, toma
al niño y a su madre y huye a Egipto, quédate allí hasta que yo te avise,
porque Herodes va a buscar al niño para matarlo[1].
Cada uno tenemos nuestro ángel de la anunciación, pero
nos falta fe y confianza en el Señor para saber recibirle y escucharle. José
nos da un ejemplo enorme: es el hombre bueno y justo que fraguado en la fe y
probado en la confianza atiende y acoge
para su vida y la de su familia lo que del Señor le viene. Cree en un Dios que no
ofrece todas las seguridades ni garantías, sabe que por la providencia superará
las tempestades o dificultades y que a través de ellas llegará a puerto. Hoy,
si queremos poseer a Dios debemos estar dispuestos a dejarnos poseer por Él; esto
ocurre cuando los corazones se acercan tanto que las voluntades se funden en
una sola realidad.
José se levantó,
cogió al niño y a su madre de noche; se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte
de Herodes; así se cumplió lo que dijo el profeta: «Llamé a mi hijo de Egipto»[2].
Las circunstancias son como los dedos de la mano de Dios
que escriben nuestra historia. Y es que la vida del hombre más que una larga
novela es una sucesión de cuentos –unos felices y otros no tanto- cuyo autor es
Dios que nos sorprende y desbarata, manifestándonos que una vida con
dificultades y sobresaltos es más rica y alentadora que una vida en el hastío,
en el vacío y en el sinsentido.
Las dificultades que vamos viviendo a lo largo de nuestra
vida son como una fragua donde se prueban la fidelidad y la confianza. Son la
prueba más fuerte y dejan en nosotros una huella más profunda que la facilidad,
la comodidad o la seguridad.
La vida de José, como la de todo hombre, está hecha de
encuentros que le condicionan y de confidencias que le enriquecen. Los
encuentros y confidencias, (conocer o no a alguien que te cuenten o dejen de
contarte), configuran y definen nuestras vidas. Ser confiado, obediente y
esperanzado es la única forma de ser fiel. Por eso la confianza, la obediencia
y la esperanza son como el banco de pruebas de la fe.
Todo lo que nos ocurre hoy está en cierta medida condicionado
por el pasado. Nuestra vida no se improvisa, se va fraguando con el tiempo y el
pasado, con decisiones y hechos concretos; ninguno partimos de cero (excepto
con nuestros pecados en el sacramento de la Confesión). Somos el resultado de
una genética, una climatología, una geografía, una cultura y al final, muy al
final, de una voluntad, y así como las frutas maduran con el sol, los hombres
maduramos en presencia de otras personas, en colaboración con ellas y por su
colaboración. Todos somos hijos de nuestros padres y del grupo humano que nos vio
nacer y crecer. Nos hacemos en el seno de una familia y una cultura.
A José el carpintero y a María su mujer se les confió y
encomendó la crianza de Jesús que siendo Dios era y es hombre verdadero. De
ellos adquirió sus tónicas de vida, desde lo recibido de ellos filtrándolo por
su talante llegó a las Bienaventuranzas, a la plenitud de su ser personal[3].
Lo más admirable de la Sagrada Familia, que no era modelo
de familia numerosa, sería su amor y entrega, el progresivo despertar de la
conciencia mesiánica, las dudas sobre el futuro religioso-social que esperaba a
Jesús, la paciente aceptación de los problemas y sufrimientos que se presentían.
No sabemos cuándo falleció san José; pero es indudable que se papel humilde,
sacrificado, al servicio de los demás lo hacen un ejemplo de custodio y amigo
de Jesús.
Poco sabemos de la vida familiar de María, José y Jesús.
En aquel hogar convivieron Jesús, el
hombre en el que se encarnaba la amistad de Dios a todo ser humano, y María
y José, aquellos esposos que supieron acogerlo como hijo con fe y amor. Esa
familia sigue siendo estímulo y modelo
de una vida familiar enraizada en el amor y la amistad ¿cuánto hay de ésa
Sagrada Familia en nuestra propia familia y qué tanto deseamos parecernos a
ellos? ¡Tanto qué pensar en éste domingo dentro de la octava de Navidad![4] ■
[1] Mt 2,13-15;
19-23.
[2] Idem.
[3] B. Oltra Colomer, Ser
como Dios manda. Una lectura pragmática de San Mateo, EDICEP. VALENCIA,
1995., pp. 18-20.
[4] Celebrar la octava es una práctica que tiene sus raíces
en el Antiguo Testamento. Los judíos celebraban las grandes fiestas por ocho
días y la Iglesia nunca perdió esta costumbre. Dios, hace unos 4000 años, hizo
una alianza con Abraham y su descendencia, cuyo signo es la circuncisión en el
octavo día después del nacimiento. (Cf. Gen 17,10). Desde entonces la octava
(ocho días) ha sido tradición del Pueblo de Dios. Por eso Jesús, como todo
judío, fue circuncidado en el octavo día. En ese día recibe su nombre: "Jesús"
Cf. (Lc 2,21). Jesús resucitó el día después del sábado, el día después del
séptimo día de la semana. Los Padres del siglo II se refieren al domingo como
el "octavo día". La epístola
de Barnabás (c. 130AD): "celebramos la fiesta gozosa del octavo día en que
Jesús fue resucitado entre los muertos". S. Justino mártir escribe que el
octavo día posee "una cierta importancia misteriosa". En la
actualidad La Navidad y la Pascua se celebran con su octava.