El asunto no es sencillo y lo ponen delante del Señor en Jerusalén, en el
templo, y poco antes de morir. Los saduceos, hombres con dinero y poder
político, que no creen en la resurrección le proponen un caso, más cerca de la
burla que del chiste o la broma, incluso citan a Moisés y la célebre la ley del
levirato[1].
La respuesta del Señor frente a la postura de los
saduceos es una afirmación rotunda de la resurrección. El Señor lleva el
problema a su verdadera raíz, que es Dios, un Dios de vida y amor. El problema
de la muerte y resurrección es algo que cuestiona al mismo tiempo a Dios y al
hombre. Si la muerte fuese lo más fuerte y definitivo no entendemos cómo Dios
es un Dios de vida y de amor, no entendemos cómo Dios es Dios.
El Dios de la Biblia, el Dios de Abrahán y de Isaac y de
Jacob, y, sobre todo, el Dios de Jesús, es un Dios de vivos y de esperanza.
Negar la resurrección equivale a negar a Dios, al Dios de la vida y del amor
Quien piensa y vive únicamente desde la perspectiva del
hombre y de la materia, no puede entender el problema de la resurrección, y le
tiene que parecer casi ridículo… como les parecía a los saduceos. Es quizá el
caso de muchos hombres de nuestros días y contra los cuales valen muy poco los
argumentos filosóficos. Y es que la resurrección y la vida eterna no se prueba como
los teoremas matemáticos ni se cuentan como los números o la caída de la bolsa;
asuntos como la vida eterna, la resurrección, la retribución de nuestras obras tocan
fibras más profundas, llegan a temas tan complejos como la libertad del hombre
y su postura ante la vida.
La afirmación de la otra vida es clara, pero cómo será
esa vida en realidad sabemos poco. Seremos nosotros mismos, sí; habrá una identidad
personal y hasta corporal, sí; recuperaremos nuestro propio cuerpo, aunque
transformado, sí; habrá cierta continuidad, pero en plenitud ¡qué ideas tan
complicadas! La vida eterna no es otra vida distinta, es nuestra misma vida solo
que llevada a plenitud. Lo dice mucho mejor y más bonito una parte de la
plegaria eucarística tercera: porque al contemplarte como tú eres, Dios
nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus
alabanzas.
Filosofías recientes han insistido en que el hombre es un
ser para la muerte[2]
y su vida una pasión inútil, y sabemos que muchos viven alrededor de ésta idea.
Presentar la resurrección a los hombres que nos rodean no supone discutir sobre
el texto evangélico, ni aportar argumentos filosóficos o teológicos. La mejor
prueba que podemos darles es vivir cada día una vida realmente solidaria con
los hombres, una vida que merezca realmente eternizarse, una vida que no nos
cansaremos nunca de vivir.
El núcleo de nuestra fe es una esperanza en que toda
prueba se transforma en gracia, toda tristeza en alegría, toda muerte en
resurrección. Dios puede hacer de nosotros eso que parece imposible: hacernos
felices, darnos a conocer una vida que deseemos prolongar por toda la eternidad
¿Existe en nuestra vida tanto amor que sintamos la
necesidad de resucitar para vivir eternamente con todos los que amamos? ■
[1] La
ley del levirato o simplemente el levirato es un tipo de matrimonio en el cual
una mujer viuda que no ha tenido hijos se debe casar (obligatoriamente) con uno
de los hermanos de su fallecido esposo. Para continuar la línea sucesoria y la
descendencia familiar, el nombre del primer varón de esta nueva unión ha de ser
el mismo que el correspondiente al difunto, y heredará sus bienes. El
matrimonio por levirato se ha realizado en sociedades con fuerte estructura de
clanes en los que se ha prohibido el matrimonio exogámico, es decir fuera del clan.
Ha sido tradicionalmente habitual en los pueblos panyabíes, jats, israelitas,
hunos (chinos xiongnu, hsiong-nu, etcétera), mongoles y tibetanos.
[2]
Heidegger, M. (1997), Ser y tiempo.
Ilustración: A. Cano, El descenso de Cristo a los infiernos, Musel del Prado (Madrid).