XXXI Domingo del Tiempo Ordinario (C) 3.XI.2013

Zaqueo quería ver a Jesús, "pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura", nos cuenta hoy el evangelista, es decir, el chaparrín tenía sus impedimentos, pero era un hombre decidido y encontró la manera de superar estos problemas dejó así un ejemplo para todos los que vendríamos después.

Ante los problemas que la vida nos presenta lo primero es reconocer que no damos la talla: si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros[1]. La aceptación y reconocimiento del propio pecado es condición esencial para el descubrimiento de Jesús como Salvador, lo que quiere decir también que la incredulidad incluye el no querer reconocer la propia culpa. Los hombres, qué duda cabe, necesitamos tiempo para convencernos de nuestro pecado y de nuestra debilidad; para renunciar a la auto justificación y a la autosuficiencia.

El poeta francés Péguy se preguntaba con frecuencia por qué la gracia divina obtiene triunfos inesperados en el alma del pecador más grande, mientras que con mucha frecuencia permanece inactiva en las gentes más honradas: «La razón –decía- está precisamente en que las gentes más honradas, o en definitiva a las que así se denomina y que gustosamente se designan como tales, no tienen puntos débiles en su armadura. Son invulnerables. Su piel moral, constantemente sana, les procura un pellejo impenetrable y una coraza sin fallos. Por eso no hay nada tan contrario a lo que (con un nombre un tanto vergonzoso) se denomina religión como lo que se suele llamar moral. La moral reviste al hombre de una coraza protectora contra la gracia».

"Cristo no habita sino en los pecadores", llegó a afirmar Martín Lutero. En otras palabras: no es cuando nos sentimos justos o con una espléndida formación humana y teológica cuando estamos en el momento adecuado para que la gracia funcione, sino cuando reconocemos nuestros pecados, que no hay que entenderlos desde el puro punto de vista legal sino como un fallo en el amor. Por ello, cada vez que nos reunimos para celebrar la eucaristía, empezamos reconociéndonos todos pecadores. No pedimos "por los pecadores" sino "por nosotros pecadores"…

Aquel hombre desafía el ridículo con tal de ver a Jesús, se "desviste" de su propia dignidad, compostura, seriedad, y prestigio. Se libra de todas las trabas sociales. A Zaqueo le importaron nada los comentarios de la multitud. Desafía las burlas con tal de ver a Jesús, ergo el que quiera ver a Jesús tiene que llevar a cabo una acción de ruptura con la gente similar a la de Zaqueo. Y como él –con curiosidad, con deseos- venimos a la celebración dominical; con esas ganas de que nos escuche y nos atienda. Muchas veces, igualito que a Zaqueo, la gente nos lo impide; nos lo impiden las preocupaciones, las diversiones, los compromisos, el trabajo de cada día; pero aquí estamos, y algunas veces no tanto para ver al Señor como para que el Señor nos mire, y nos llame por nuestro nombre.

Después del encuentro con el Señor, Zaqueo es un hombre que cambia radicalmente el rumbo de su vida, su modo de pensar, su sistema de valores, su relación con la gente. Hasta ahora sólo sabía usar y abusar de los demás; ahora está decidido a compartir su vida y sus bienes con los pobres. Ha aprendido a decir nosotros. Comprende que tiene que darle la vuelta a todo después de haber sentido el gozo de la conversión. La conversión es la respuesta a la predicación del Señor.

Al final Zaqueo no toma decisiones tan sanas como acudir al templo con más frecuencia, o acercarse arrepentido a los líderes religiosos, o estudiar a fondo la Ley y sus preceptos, cosas por demás buenas y saludables.

Las decisiones que brotan cuando Jesús entra a fondo en su casa tienen que ver con el compartir los bienes y acercarse a los que menos tienen ¡Ese es el lugar de discernimiento de la sinceridad de su conversión! Y Jesús parece ratificarlo cuando, después de escuchar las decisiones de Zaqueo, exclama: Hoy ha sido la salvación de esta casa.

Alguno de nosotros a lo mejor hubiera tenido la tentación de acusar a Zaqueo de cierto temporalismo. De poner la conversión a nivel de los bienes materiales. Jesús es mucho más profundo que nosotros. Y sabe que compartir lo material es un problema espiritual en el que se reconoce a Dios como Padre de todos los hombres ■



[1] 1 Jn 1,8s.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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