El tiempo litúrgico que comenzó la tarde del sábado con las primeras vísperas –la
hora en que la Iglesia enciende sus lámparas- se llama Adviento, y es, simple y llanamente, el tiempo de la espera humana
del Salvador. Todo está proyectado hacia esa venida, sin embargo el evangelio
de este domingo nos lanza inmediatamente hacia el fin de los tiempos. Nos pone frente
a la venida última del Señor, la Parusía[1].
Los dos advenimientos –la encarnación y la venida final
del Hijo del hombre- no sólo no se contraponen, sino que se reclaman e iluminan
mutuamente. En la celebración litúrgica no es posible proclamar el libro del Génesis
sin evocar en filigrana el libro del Apocalipsis[2].
San Cirilo de Jerusalén solía decir en sus (maravillosas)
catequesis[3]
que hay dos venidas del Verbo: una oscura como la lluvia sobre un velo, otra
resplandeciente de gloria, la que llegará. En la primera venida Cristo aparece
envuelto en pañales dentro de un pesebre, en la segunda vendrá envuelto de la
luz como en un manto[4].
A los cristianos la liturgia de la Iglesia nos invita éste
domingo y los que le restan al adviento a vivir en estado de espera, dirigiendo
la mirada en dirección a estas dos venidas. El ¡velad! del evangelio de hoy es lo que nos ayuda a no ser
sorprendidos, a ser, digamos, contemporáneos a esta doble venida y es que el
sueño nos vuelve ausentes, amodorrados. El verdadero, el irreparable desfase
respecto a la venida del Señor está representado por el sueño, por la
indiferencia, por la inercia.
Hoy en el evangelio el Señor vuelve al recuerdo lejano de
los tiempos de Noé, cuando la gente comía
y bebía descuidadamente sin preocuparse de la cuestión fundamental: su
relación con Dios. Y así, desprevenidos, los encontró el diluvio. Una
advertencia ciertamente inquietante.
Para nosotros el sueño puede ser el desinterés, el sentirnos
ajenos a las desgracias de los demás, a ése no comprometernos con prácticamente
nada. Esperar al Salvador significa sentirse interesados, reconocer que tenemos
necesidad de salvación, admitir que somos pecadores, sentir la exigencia -¡y la
urgencia!- de la conversión[5]. Significa,
en medio de nuestras preocupaciones cotidianas, caer en la cuenta de que es
necesario preocuparse de la dimensión espiritual de nuestra vida.
Velar es precisamente lo contrario de la evasión. Velar
quiere decir romper con las obras de las tinieblas como dice S. Pablo, con la
mentira, la hipocresía, la vanidad.
Nosotros, cristianos, velamos no porque tengamos miedo a
la llegada del Señor, sino porque queremos que Él se presente –y será de
improviso- nos encuentre comprometidos en la construcción de una ciudad terrena
más justa, más fraterna, más habitable; preocupándonos por los demás,
interesados en lo que vale verdaderamente la pena, no en espejitos y baratijas
que nos distraen de lo esencial, de lo verdadero, de lo que dura para siempre ■
[1] Parusía deriva del término griego παρουσία
(parousía), forma sustantivada del verbo πάρειμι
(páreimi, «estar presente, asistir»). El significado principal del sustantivo
era «presencia» o «bienes», aunque en sentido figurado podía significar venida
o llegada. En el griego del Nuevo Testamento se utiliza, salvo excepción, con
el significado escatológico del segundo advenimiento de Cristo.
[2] A. Nocent.
[4] San Cirilo de Jerusalén (en griego: Κύριλλος Α΄ Ἱεροσολύμων) (315 -
386) fue un obispo griego, en 1883 fue declarado doctor de la Iglesia. Sus
famosas veintitrés lecturas catequéticas que escribió siendo aún un presbítero, en el
año 347 ó 348, contienen instrucciones sobre los principales temas de la fe
cristiana y su práctica en una forma un tanto popular y no tan científica,
llenas de cálido amor pastoral y cuidado por sus catecúmenos, a quienes se
dirigía. Cada lectura está basada en un texto de la Escritura. Luego de una
introducción general, siguen dieciocho lecturas para la competencia, y las
cinco restantes están dirigidas a los recientemente bautizados, en preparación
para recibir la comunión. En paralelo a la exposición del Credo como fue
recibido por la Iglesia de Jerusalén, hay vigorosas polémicas contra los
errores paganos, judíos y heréticos. Son de gran importancia para dar luz al
método de instrucción usual en esa época, así como a las prácticas litúrgicas
del período, de las cuales aquí se da el más extenso recuento existente.
[5] A. Pronzato, El Pan del Domingo.
Ciclo A, edit. Sígueme, Salamanca, p. 12.