Pensar en el Espíritu Santo es decirle: ¡Ven!
y entonces y sólo entonces el
Espíritu es invasor. La vida
cristiana es una experiencia de vida invadida
por el Espíritu. Él no tiene rostro, pero todos sus nombres dicen que es
invasión: fuego[1],
agua[2], espíritu[3],
respiración, ternura[4], viento[5].
Desde que viene, actúa. La Sagrada Escritura está llena
de Él, pero no habla de Él, sólo dice lo que hace. Él está en todos los
comienzos: es el Espíritu de lo que ha de nacer y el Espíritu del primer paso
que cuesta. En pentecostés hizo que la Iglesia despegara y tomara vuelo. Por eso hay que decirle: ¡Ven!, cuando se bloquea algo en nuestra
vida personal o de comunidad. Después de la fuerza que ayuda a empezar, es también
la fuerza que anima a ir adelante; la audacia de hablar, de insistir, de crear.
Para comprender mejor la acción del Espíritu de Dios tenemos
el libro de los Hechos (¡tendríamos que leerlo más!), o las biografías de los
santos, o la misma historia de la Iglesia. Él es el huésped interior, el
espíritu de las profundidades que sin Él quedarían sin explorar. Él nos arranca
de lo superficial, nos hace vivir en donde se unen las raíces y donde manan las
fuentes. Él es quien nos impulsa hasta el fin: Os guiará a la verdad completa, había dicho el Señor[6]. Él
puede hacer que los cristianos recorramos rápidamente itinerarios
sorprendentes. El evangelio de ésta hermosísima solemnidad nos habla este poder
de transformación inmediata y total. A unos hombres aterrorizados les dice Jesús:
Yo os envío. ¿Unos pobres hombres
enviados a la conquista del mundo? Sí, y justo por eso el Señor Jesús añade: Recibid el Espíritu[7].
Nos lo dio y nos lo sigue dando.
¿Por qué pedimos tan poco el Espíritu? ¿Por miedo a unos
mundos extraños de iluminación, de carismas? ¿O quizás por miedo a
comprometernos? Si digo ¡Ven!, ¿hasta
dónde me llevará? ¿Ante los tribunales, por ejemplo- para defender, levantando valientemente
la voz, el derecho a la vida de los que aún no nacen, o la tragedia que supone
el legalizar el matrimonio entre dos hombres y dos mujeres? Lo dice el
evangelio: Cuando os entreguen a los
tribunales, no os preocupéis por lo que vais a decir; será el Espíritu de
vuestro Padre quien hable por vuestro medio[8].
Decir ¡Ven! al Espíritu nos puede
llevar muy lejos, e ir hasta el fin es arriesgarse a la cárcel, a la burla, al
escarnio, a la tortura…a la muerte.
¿Quién puede prever cuál será nuestro mañana? No hay dos
evangelios ni dos Espíritus. La única verdadera devoción al Espíritu Santo es
decirle ¡Ven!, pero no para una cita
tranquila con Él en un oratorio de estilo rococó, sino para dar el paso de amor
y de coraje que la vida nos pide[9] y
dar testimonio de la fe que profesamos. Él mismo se nos ha entregado con toda
la absolutidad de su ser, con toda la libertad de su amor, con toda la dicha de
su vida trinitaria. A este Dios que se ha prodigado de esta manera le llamamos
Espíritu Santo. Es nuestro. Está en todo corazón que le invoca humildemente,
confiadamente. Dios
es nuestro Dios[10] ■