Domingo de Pentecostés (2013)


Pensar en el Espíritu Santo es decirle: ¡Ven! y entonces y sólo entonces el Espíritu es invasor. La vida cristiana es una experiencia de vida invadida por el Espíritu. Él no tiene rostro, pero todos sus nombres dicen que es invasión: fuego[1], agua[2], espíritu[3], respiración, ternura[4], viento[5].

Desde que viene, actúa. La Sagrada Escritura está llena de Él, pero no habla de Él, sólo dice lo que hace. Él está en todos los comienzos: es el Espíritu de lo que ha de nacer y el Espíritu del primer paso que cuesta. En pentecostés hizo que la Iglesia despegara y tomara vuelo. Por eso hay que decirle: ¡Ven!, cuando se bloquea algo en nuestra vida personal o de comunidad. Después de la fuerza que ayuda a empezar, es también la fuerza que anima a ir adelante; la audacia de hablar, de insistir, de crear.

Para comprender mejor la acción del Espíritu de Dios tenemos el libro de los Hechos (¡tendríamos que leerlo más!), o las biografías de los santos, o la misma historia de la Iglesia. Él es el huésped interior, el espíritu de las profundidades que sin Él quedarían sin explorar. Él nos arranca de lo superficial, nos hace vivir en donde se unen las raíces y donde manan las fuentes. Él es quien nos impulsa hasta el fin: Os guiará a la verdad completa, había dicho el Señor[6]. Él puede hacer que los cristianos recorramos rápidamente itinerarios sorprendentes. El evangelio de ésta hermosísima solemnidad nos habla este poder de transformación inmediata y total. A unos hombres aterrorizados les dice Jesús: Yo os envío. ¿Unos pobres hombres enviados a la conquista del mundo? Sí, y justo por eso el Señor Jesús añade: Recibid el Espíritu[7]. Nos lo dio y nos lo sigue dando.

¿Por qué pedimos tan poco el Espíritu? ¿Por miedo a unos mundos extraños de iluminación, de carismas? ¿O quizás por miedo a comprometernos? Si digo ¡Ven!, ¿hasta dónde me llevará? ¿Ante los tribunales, por ejemplo- para defender, levantando valientemente la voz, el derecho a la vida de los que aún no nacen, o la tragedia que supone el legalizar el matrimonio entre dos hombres y dos mujeres? Lo dice el evangelio: Cuando os entreguen a los tribunales, no os preocupéis por lo que vais a decir; será el Espíritu de vuestro Padre quien hable por vuestro medio[8]. Decir ¡Ven! al Espíritu nos puede llevar muy lejos, e ir hasta el fin es arriesgarse a la cárcel, a la burla, al escarnio, a la tortura…a la muerte.

¿Quién puede prever cuál será nuestro mañana? No hay dos evangelios ni dos Espíritus. La única verdadera devoción al Espíritu Santo es decirle ¡Ven!, pero no para una cita tranquila con Él en un oratorio de estilo rococó, sino para dar el paso de amor y de coraje que la vida nos pide[9] y dar testimonio de la fe que profesamos. Él mismo se nos ha entregado con toda la absolutidad de su ser, con toda la libertad de su amor, con toda la dicha de su vida trinitaria. A este Dios que se ha prodigado de esta manera le llamamos Espíritu Santo. Es nuestro. Está en todo corazón que le invoca humildemente, confiadamente. Dios es nuestro Dios[10]


[1] Cfr Heb 12, 29; Mt 3, 11.
[2] Cfr Sal 72, 6; Jn 7 37-39.
[3] Cfr Jn 19,30.
[4] Cfr Is 59, 11.
[5] Cfr Jn 3, 3-8.
[6] Cfr Id 16, 13.
[7] Id, 20, 22.
[8] Cfr Mt 10, 19-20. 
[9] Cfr A.   Seve, El Evangelio de los domingos, Edit. Verbo Dvino, Estella 1984, p. 22.
[10] Cfr F. Borau, DABAR 1991, n. 28.

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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