Qué duda cabe: por muchos tiempo hemos estado acostumbrados a una visión,
digamos, infantil de la fe cristiana
que nos resolvía e iluminaba los problemas con respuestas hechas y almacenadas en los libros, por eso
es que quizá hoy por hoy se nos hace tan cuesta arriba comprender que también
la fe es oscuridad o, mejor dicho, no elimina la oscuridad de la vida.
Hubiera sido más fácil encarar las lecturas de hoy,
segundo domingo del tiempo de Cuaresma, repitiendo viejas frases sobre la
esperanza, la muerte y la resurrección, la «gloria del maestro», etc., sin
atrevernos a mirar a Abraham y a los apóstoles como los verdaderos prototipos
de esta situación concreta de creyentes que estamos atravesando. Seamos
honestos: nos resistimos a identificarnos con ese Abraham y ese Pedro que no entienden nada; preferimos
pensar que vemos muy claro, y que ya le bastó a la humanidad la experiencia de
búsqueda de ellos, por lo que nosotros podemos ahorrarnos ese trabajo. Pero no
es así.
Hoy por hoy, con una Sede apostólica a poco de quedarse
vacante, con seminarios que no están precisamente llenos, con una crisis de
valores cristianos alrededor, debemos aceptar nuestra humilde condición de
hombres antes –mucho antes- de sentarnos en la
cátedra de la verdad y dar lecciones de moral y cursos básicos.
La Iglesia del siglo XXI, que en algunos momentos está
tan “a tientas”, necesita hombres y mujeres que la acepten así, sin utopías ni
mentiras; necesita hombres y mujeres ansiosos
y preocupados, humildes e inquietos en
su afán de encontrar una verdad que siempre está un poco más allá de nuestros
esquemas. «Las pruebas a las que la sociedad actual somete a los cristianos son
muchas, y afectan a la vida personal y social. No es fácil ser fiel al
matrimonio cristiano, practicar la misericordia en la vida cotidiana, dejar
espacio a la oración y al silencio interior; no es fácil oponerse públicamente
a decisiones que muchos consideran obvias, como el aborto en caso de un
embarazo no deseado, la eutanasia en caso de enfermedad grave, o la selección
de embriones para evitar enfermedades hereditarias. La tentación de dejar de
lado la fe está siempre presente y la conversión se convierte en una respuesta
a Dios que debe ser confirmada en varias ocasiones en la vida»[1].
Hoy por hoy en la Iglesia necesitamos una predicación que
exprese la búsqueda que el mismo sacerdote ha de realizar, una predicación que
parta –por qué no- de sus conflictos, sus dudas, su oscuridad. No podemos
seguir escondiendo nuestro miedo a ver claro detrás de una aparente seguridad
que se llena de frases bonitas y expresiones cursis que no surgen del convencimiento
sino del convencionalismo y muchas veces de la comodidad, de ése sentarse a ver
la vida pasar.
Con mucha frecuencia nos llaman la atención aquellos hombres
–los apóstoles- que tardaron tanto en entender
al Maestro, como si nosotros, después de dos mil años, lo hubiéramos
entendido mejor. De la misma forma que hemos criticado su afán de poder detrás
de un mesías político, como si en nuestro inconsciente no existiera la misma
pretensión, quizá mejor disimulada
ahora.
La invitación de éste domingo es, pues, a plantearnos con
sinceridad el problema de la fe, aun a riesgo de que, como los tres apóstoles,
debamos luego guardar silencio por mucho tiempo hasta llegar a entender lo que
por el momento es bastante oscuro.
La Iglesia ya lleva celebradas casi dos mil cuaresmas y
se sigue preguntando –y nosotros con ella- acerca del sentido de la vida y del drama
en el que la luz y las tinieblas se mezclan en nuestro propio interior, hasta
que alboree el alba definitiva.
La fidelidad de Dios –esa fidelidad que llega hasta la
muerte- ha de suscitar nuestra fidelidad. La palabra de Dios es más importante
que nuestra propia vida. Y esta primacía de la palabra de Dios no se afirma
únicamente en el martirio cruento. El anuncio de un Dios que vincula su vida a
la alianza con nosotros es un anuncio que se orienta a la vida cotidiana: el
camino de la fidelidad se realiza en las cosas pequeñas, en la paciencia de la
fe vivida día a día. Mirando la sangre de Cristo, nos convertimos cada vez más
profundamente a su amor[4] ■
[1]
Benedicto XVI, Catequésis del Miércoles de Ceniza 2013. El texto completo puede
verse aquí: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2013/documents/hf_ben-xvi_aud_20130213_sp.html
[3] S. Benettti,
Caminando por el desierto. Ciclo C.
Ediciones Paulinas, Madrid 1985, p. 35 ss.
[4] J.
Ratzinger, El Camino Pascual, BAC,
Madrid 1990, pp. 66-69.