Jesuralén, ciudad destruida y prostituida por sus
enemigos, desterrada y solitaria, infiel y pecadora, es, a pesar de todo, invitada por Dios a unirse a
Él en una alianza de amor, como
una novia virgen y joven, y una unión que durará por siempre…
Es ésta una de las más bellas imágenes
de lo que es Navidad, día en el que brilla de manera especial el apasionado amor de Dios por los
hombres; el total y absoluto amor, más fuerte que la misma infidelidad.
Navidad es una prueba que no es verdad
que Dios castiga nuestro pecado y desprecia nuestra pequeñez. Dios no conoce el
resentimiento ni la venganza. Todo Él es como el amor del novio en la noche de
bodas. Y en esta noche, la novia es la humanidad. El esposo divino hoy invita a
su mujer a vivir amando, a amar gozando, a gozar entregándose.
Los cristianos, tan acostumbrados a
llamar padre a Dios, hemos olvidado este otro nombre con que la Sagrada
Escritura invoca a Dios: esposo[1].
Más allá de las palabras está la realidad profunda: dos esposos son dos seres
que se unen en una empresa común: amarse y gozar, crecer y hacer crecer. La
figura de padre puede deja cierta impresión de autoridad, de severidad, de
poder, hasta de castigo. No así la
de esposo: nuestro Dios se nos acerca seduciéndonos[2],
sin gritos ni amenazas, enamorado de la raza humana, atrapado por nuestra
condición humana. Y tanto se enamora que se vuelca totalmente y él mismo se hace «hijo» de la tierra, se
hace hombre: es Jesús.
Sentir en esta noche a Dios como esposo
puede ayudarnos a tener un cambio en la manera de vivir nuestra fe. Al esposo
se le habla de igual a igual, se le siente la otra parte de uno mismo, la otra
mitad de nuestro ser. Sólo en la unión con el esposo la mujer se siente entera,
total. Y lo mismo le sucede al marido.
Navidad pues nos muestra a este Dios
presente en un niño, en todo igual a los hombres: necesitado de cariño y
afecto, de una madre, de gente a su alrededor... Dios necesita de los
hombres. Y los hombres necesitamos de este Dios, interioridad de
nuestra vida, plenitud de ser,
totalidad de amor. Es el maravilloso intercambio del que con tanto acierto
predicaba San Ambrosio.
En la Nochebuena Jesús no llega de
repente, como un fruto exótico. Es el final de un largo proceso histórico que
se inició con Adán, que tomó fuerzas con Abraham, que se vislumbró con David y
los profetas, y que, finalmente, de
esta descendencia, Dios lo hizo emerger como Salvador, como dice san Pablo.
Celebrar la Navidad con una liturgia,
en una eucaristía, no es para recordar solamente lo sucedido en el pasado. Hoy
Navidad es presencia del mismo Cristo resucitado, que se reúne en la mesa con
los suyos. Hoy sigue presente en la historia a través de su pueblo, un pueblo que
a veces anda por las nubes y que necesita encarnarse entre los hombres, solidarizándose hasta las últimas
consecuencias. Por todo esto, el centro de la Navidad es el Hombre, porque Dios
se ha hecho hombre.
Si los cristianos viviéramos Navidad,
no como la fiesta del arbolito, sino como la fiesta del Hombre-presencia,
ciertamente que nunca se hubiera dicho que nuestra fe es el opio del pueblo[3],
ni buscaríamos lejos de Dios la manera de llenar y alegra nuestro corazón.
Navidad es la fiesta de Dios con nosotros, del esposo que llega para jamás
marcharse.[4]
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[1] Cfr. Mt 25, 1-13;
[2] Cfr. Jr 20, 7-9.
[3] La cita aparece en la publicación de C. Marx Contribución a la Crítica de la Filosofía
del Derecho de Hegel (1843: Kritik des hegelschen Staatsrecchts) publicada
en 1844 en el periódico Deutsch-Französischen Jahrbücher, que el propio Marx
editaba junto con Arnold Ruge. Allí se lee: “La miseria religiosa es a la vez
la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La
religión es el suspiro de la criatura oprimida, el sentimiento de un mundo sin
corazón, así como el espíritu de una situación sin alma. Es el opio del
pueblo”.
[4] Cfr. S. Benetti, Cruzar
la frontera, Ciclo A, Ed. Paulinas, Madrid 1977, p. 99 ss.