Dos viudas pobres aparecen en la Liturgia
de la Palabra de éste trigésimo segundo domingo del tiempo ordinario. Una se
fía de la palabra de Elías y le hace un panecillo con el puñado de harina y el
poco de aceite que le quedaba y recibe una recompensa multiplicada. La otra
echa dos pequeñas monedas y recibe el elogio del Señor. Estas dos mujeres son modelo de creyentes.
Son personas abiertas a Dios: confían en Él. Poca cosa tienen, pero no se
aferran celosamente a eso poco. No dan los restos, sino lo que incluso necesitan
para vivir. Podríamos marcharnos a casa con una sola idea: Dios no quiere que
le demos lo que nos sobra ni física ni espiritualmente[1],
quiere todo, es un Dios, digamos, celoso, que no se conforma compartiendo (otra
cosa es que nos tenga una paciencia infinita).
Estas mujeres son dos pobres en el
sentido bíblico de los anawim, es
decir, de los pobres de Yahvé, aquellos que Jesús proclamaba dichosos[2],
aquellos que en realidad no tienen demasiado de que presumir y sentirse
orgullosos y ponen en Dios su esperanza.
Y desde luego habrá quien diga que
aquellas dos viudas estaban alienadas por sus creencias y que el Templo (Dios,
la religión, los sacerdotes) devoraban sus bienes en lugar de ayudarlos a tomar
conciencia de su situación injusta de dependencia y opresión, y a luchar por su
liberación ¡Cuidado! Después de la primera lectura y antes del evangelio la
Liturgia ha seleccionado cuidadosamente el salmo responsorial: El Señor hace justicia a los oprimidos, da
pan a los hambrientos, libera a los cautivos, guarda a los peregrinos, sustenta
al huérfano y a la viuda.
Con toda seguridad ambas viudas no
sabrían dar una definición correcta de fe, de consagración, ni tan siquiera de
abnegación. Pero ellas entendían vitalmente que no sólo de pan vive el hombre,
y así dieron lo que tenían. No fue un gesto suicida de desesperación. Como reza
la oración de Foucauld, se pusieron sin medida en las manos de Dios[3].
La fe-confianza, la abnegación y la
entrega que manifiesta nos hacen preguntarnos ¿qué puede mover a un hombre a
dar su vida a Dios? solamente parece existir una respuesta: sentirse
profundamente querido por él. Las viudas no podían dar gracias a Dios por los
bienes materiales de que disfrutaban, pero, a pesar de ello, algo en su
interior les hacía sentirse queridas y deudoras. Ellas pertenecen al grupo de personas
(maravillosas) anónimas que
guardan en ellas la esencia de la humanidad y la irradian, aunque muchos las
juzguen como personas inútiles e innecesarias. Son, sin embargo, la energía del
mundo. En ellas se encarna Dios[4].
[1] Cfr J. Totosaus, Misa
Dominical, 1988, n. 21
[2] Los anawim
son, en una primera traducción, los encorvados,
los que están bajo un peso, los que no están en posesión de todas sus
capacidades y vigor, los humillados. Anaw
indicaría la actitud del siervo ante su señor, actitud de dependencia, de
inferioridad social. Es el hombre débil que está a merced del fuerte, el
desamparado, el oprimido, el sojuzgado, el pequeño, el impotente; es decir, el
que no tiene amparo jurídico, el que sufre persecución injusta. A este respecto
es importante señalar que el contrario de anawim
no es el rico, como sería de esperar, sino el rasha, el prepotente, el despótico, que priva de sus derechos a los
demás y atenta contra sus vidas (Sal 2; 35,10; 37,14). La pobreza es pues un
hecho social íntimamente ligado a circunstancias políticas y económicas
injustas. En un segundo grupo de textos, el término anaw, unido generalmente a dal
o ebyon (Sal 82,3; Dt 24,14; Ez
16,49), está indicando la pobreza económica, el hombre que no tiene propiedad
personal, la persona que carece de los bienes económicos necesarios para una
vida humana digna (Ex 22,24; Lev 19,10; 23,22).
[4]
Cfr Eucaristía 1988, 5