Existió aunque no se le ha llamado así, un primer
Adviento, o mejor, una primera esperanza. Fue un largo y difícil
peregrinaje hacia la plenitud de los tiempos: el nacimiento de Jesucristo. Esta
esperanza fue vivida por un pueblo, y para ellos tenía un nombre: El Mesías, y también
tenía un lugar: Belén de Judá. Y sabiéndolo o no, en esa dirección miraron y
miran(mos) todos los que alguna vez necesitaron(mos) o necesitan tener una
esperanza. Aquella esperanza y todas las demás reciben un nombre muy concreto y
lleno de fuerza y de luz: Jesús de Nazaret. Pero ¡asómbrate! la esperanza en Él
no termina con su nacimiento, muerte y resurrección; la esperanza puesta en Él
comienza con su próxima venida: es lo que la Iglesia desde siempre ha anunciado
llena de entusiasmo y expectación: ¡Maranathá,
ven Señor Jesús!
Con su Ascención, el Señor puso en marcha, digamos, un
segundo Adviento. El no dejó nada hecho;
con su segunda venida hará todo de nuevo, como nos recuerda el libro del
Apocalipsis[1].
Hoy, veinte siglos después, miramos a nuestro alrededor y vemos muchos a
quienes cuesta creer esto, a muchos que incluso y tristemente ya no esperan
nada. Y también existimos los que, con temor y temblor, nos llenamos de
esperanza y buscamos –a veces llenos de oscuridad y tropezones- ése cielo y ésa
otra tierra en las que pueda descansar para siempre nuestro corazón. En menos
palabras: la Navidad no es nuestra esperanza; la Navidad es nuestra fuerza, es
lo que nos anima a salir de la cama todos los días y a poner nuestro mejor
esfuerzo. Hoy, el primero Domingo del tiempo de Adviento, comenzamos éste
camino de silencio y contemplación hacia la esperanza de la Navidad.
Los que recibimos la fe católica –de la forma que sea: por
haber nacido en una familia, por haber recibido el regalo de la conversión,
etc.- ya no vamos hacia Belén, en realidad nuestro Adviento no es hacia Cristo,
sino con Cristo hacia la vida eterna, hacia una esperanza nueva.
La Liturgia de la Palabra de este domingo de nos
recuerda, pues, algo muy sencillo pero a la vez muy profundo: la esperanza arranca
de nuestra propia finitud y nuestras propias limitaciones, somos una extraña
mezcla de barro y gracia, de polvo y aliento divinopero que tiene su
cumplimiento en la persona de Jesucristo, rey y señor de la historia ■