Sentirse bueno, o con más formación, o ¡ay! “aristócrata del amor”, es una tentación constante en la vida del cristiano, y además una peligrosa forma de
autocomplacencia –orgullosa, por cierto- que algunos confunden con ser
cristiano. Sentirse bueno es apropiarse de un adjetivo que en realidad sólo
corresponde a Dios: No hay nadie bueno
más que Dios. Así, quien se siente bueno en cierta forma se auto diviniza
y, ya sentado en el trono, no tarda mucho en condenar a quienes él mismo se
encarga de calificar de malos.
El joven del Evangelio es lo que podríamos
llamar “un buen chavo” ¿Qué más se le puede pedir? Buenos modales, honrado,
obediente, trabajador, pacífico, “con tono humano” (¡ay desdichada expresión!);
más de un papá diría: “yo quiero un hijo así” Pero ¿es eso un cristiano, un
testigo de la vida eterna?
El joven del evangelio –y muchos
jóvenes de hoy con él- intuye que el Maestro apunta otra dirección: ¿Qué me
falta? pregunta.. Jesús se le quedó
mirando con cariño. Es una traducción que me suena…no sé, como a profesor
un poco cándido. Me gusta más otra traducción: Fijando en él su mirada, le amó. Me parece más acorde con otras
miradas de Jesús. Jesús mira a aquel joven con la misma mirada de amor que
tiene para los pecadores: Judas[1],
Pedro[2],
Zaqueo[3],
la adúltera[4]...
Aquel día tenía delante un joven apegado
a las cosas materiales pero al mismo tiempo necesitado de perdón y de luz. Hoy
encontramos en la Iglesia personas necesitadas de un fogonazo como el Evangelio
que ilumine y salve, una especie de electro
shock que despierte y haga abrir los
ojos a una realidad que desconocen. Dios es para ellos como un objeto
decorativo religioso que ayuda a instalarse en la sociedad cuyo visto bueno
buscan; pero no es el centro, ni el motor de su vida. Pensando cumplir los
mandamientos han olvidado el primero de todos: Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al
Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con
todas tus fuerzas[5].
Aquel joven escuchó, sí, pero se fue desalentado:
ahora sabe que en su vida hay algo más importante que Dios: sus bienes. Y con
esta carga, ¡qué difícil afrontar el amor al prójimo! Él ¡que creía cumplir
todos los mandamientos!...
Si el evangelio de hoy deja a alguien
inquieto ¡bendito sea Dios! ha cumplido un servicio: nos invita a pensar sobre
qué estamos edificando. Mal servicio se presta al mundo cuando el miedo obliga
a rebajar la Palabra para no herir sensibilidades…
El examen de conciencia, pues, de éste
fin de semana es sobre nuestra actitud hacia los bienes materiales y sobre la
ayuda que prestamos a los demás. El tener más, lo mismo para los pueblos que para las
personas, no es el fin último. Todo crecimiento es ambivalente. Necesario para
permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra como en una prisión, desde
el momento que se convierte en el bien supremo, que impide mirar más allá.
Entonces los corazones se endurecen y los espíritus se cierran, los hombres ya
no se unen por amistad, sino por interés, que pronto les hace oponerse unos a
otros y desunirse. La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un
obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza; para las
naciones, como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de pobreza[6].
Si la Palabra viene a salvar, ¿cómo
privar de ella a los que ponen su confianza en el dinero? Si para ellos es
prácticamente imposible salvarse ¿cómo negarles el instrumento de Dios para
conseguirlo? Afortunadamente Dios es capaz de todo, basta recordar las
historias de Zaqueo y de millones de pobrezas voluntarias y de riquezas
compartidas fraternalmente y sin orgullo con los pobres en la vida de la
Iglesia[7]
■
[1] Cfr. Mt 26,20-25;
Mc 14,17-21; Lc 22,21-23 y Jn 13,21-22
[2] Cfr. Lc 22:61-62
[3] Cfr. Ídem 19,
1-10.
[4] Cfr. Jn 8, 1-11.
[5] Mc 12, 29-30
[6]
JUAN-XXIII, Populorum Progressio, n.
19
[7] M. Flamarique Valerdi, Escrutad las Escrituras. Reflexiones sobre
el Ciclo B, Descleé de Brouwer, Bilbao 1990, p. 168.