No cabe duda: la palabra santo quizá
nos trae a la mente la imagen de largas túnicas si no es que un (desagradable) olor
a viejo, o a naftalina o confesionario; quizá nos hace pensar en hombres y
mujeres que llevaron una vida bastante distinta de la de sus contemporáneos (a
veces con muchas rarezas) y que, en muchos casos, eran obispos, frailes o
monjas. No sé, pienso, en San Simeón estilita y medio me pongo nervioso[1]. O
peor aún: quizá identificamos al
santo con el ser perfecto y concluimos que deben ser cosas de otras épocas,
porque hoy en día hay gente buena y hasta muy buena pero perfecto ¡nadie!
Las palabras de Pedro en su carta son sencillas de
comprender: sed santos en toda vuestra
conducta como el que os llamó es santo[2]
y san Pablo insiste en que la voluntad de Dios es nuestra santificación. No
hace mucho –apenas cincuenta años atrás- el Concilio Vaticano II nos recordó
que “los fieles de cualquier condición y estado son llamados por Dios, cada uno
por su camino, a la perfección de la santidad por la cual el mismo Padre es perfecto[3]”. La
santidad no es, por tanto, ninguna forma absurda de vida o a caminar hacia una
meta imposible. Aspirar a la santidad es
aspirar a la felicidad total que todo hombre bajo distintas formulaciones busca.
“Nos hiciste, Señor para Tí, y nuestro corazón estará inquieto hasta que
descanse en Ti”, decía San Agustín[4].
El Dios de la paz, de la felicidad nos llama a la
plenitud, a la felicidad. Los hombres somos seres incompletos, inacabados. Somos,
según frase del filósofo, "lo que somos y lo que nos falta". Nuestro
destino es Dios, la felicidad, lo que nos falta.
Representar a Dios como un Dios aburrido y o el Dios de
los absurdos es sustituirlo por un ídolo. No se trata de rezos extraordinarios,
ni de reprimir la alegría, ni de sufrir en demasía, mucho menos de maltratar el
propio cuerpo[5].
La parábola de los talentos nos indica que responder a la gracia de Dios en la
proporción en que se nos dio, es el listón que cada uno debemos saltar. Cada
uno de nosotros es consciente de lo que Dios puso en sus manos y de lo que en
cada momento debe ser el fruto de ese don. Hoy, que celebramos a todos los
Santos –a la Virgen María en un lugar principalísimo-
por qué no preguntarnos si vamos en serio en serio (sic) en éste tema tan
importante de la santidad personal ■
[1] San
Simón o Simeón el Estilita, o simplemente Simón Estilita (Sisan, Cilicia, c.
390 – Alepo, Siria, 27 de septiembre de 459), también conocido como Simeón
Estilita el Viejo (para diferenciarlo de Simeón Estilita el Joven y Simeón
Estilita III), fue un santo asceta cristiano que nació en Cilicia a finales del
siglo IV. Su fama radica en el hecho de haber elegido como penitencia el pasar
37 años en una pequeña plataforma sobre una columna1 (del griego stylé; de ahí
su sobrenombre) cerca de Alepo, Siria. Es conocido como uno de los Padres del
yermo. Nacido en Sisan, al norte de Siria, vivió su infancia como pastor. A los
15 años ingresó en un monasterio donde aprendió de memoria los 150 salmos de la
Biblia, rezándolos cada semana, 21 cada día. Se le considera el inventor del
cilicio. Fue expulsado de un monasterio por su rigor absoluto, así que decidió
ir al desierto para vivir en continua penitencia; allí, después de vivir en una
cisterna seca y en una cueva, y a causa de la continua molestia que le suponían
las muchas gentes que venían a visitarle, apartándole de la vida contemplativa
y la oración y acercándole a la tentación, decidió que le construyeran una
columna de tres metros de altura, luego una de siete y por último pasó a una de
17 metros para vivir subido en ella y alejarse del tráfago humano. Sobre esta
columna pasó sus últimos 37 años de vida, por lo que se ganó el sobrenombre de
«el Estilita». Murió en el año 459. Su festividad se conmemora el 5 de enero.
[2] Cfr 1 Pe 1, 13.
[3]Lumen
gentium, n. 11
[4] Confesiones I,1,1
[5] Me
refiero a todo el tema de la exagerada mortificación corporal.