Lavarse las manos antes de comer era en la
época del Señor uno de los gestos externos de pureza moral más practicados. A
los fariseos de todos los tiempos siempre nos han importado mucho los
gestos externos y la impresión que
damos a los demás. Al Señor no tanto: en el evangelio nos dice que lo limpio y
lo sucio del hombre no está en las
manos sino en el corazón[1].
Y lo dice por nosotros, por los cristianos que nos lavamos las manos y al mismo
tiempo vamos por la vida con las manos cristianamente lavadas pero con el corazón
cristianamente sucio.
En el sermón de las Bienaventuranzas[2]
no encontramos un “Bienaventurados los que se lavan las manos, porque así verán
los hombres que estáis limpios”
sino un “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Al
Señor lo iba a condenar a muerte un hombre que tuvo mucho cuidado de que el
pueblo viera que se lavaba muy bien las manos. Lo iban a llevar a la cruz unos
fariseos que tenían negro el corazón, pero que no iban a entrar en el pretorio
para no contaminarse y poder celebrar la Pascua[3]
¡así de contradictorios somos los seres humanos! ¿Los cristianos lo somos en
especial?
El Señor, con su palabra pero sobre
todo con su vida y su muerte, quiso trazar una línea bien clara entre los
limpios de corazón y los que se lavan las
manos. Y es que lavarse las manos es fácil; lo difícil es lavarse el
corazón.
No vale lavarse las manos y luego dejar
que crucifiquen a Cristo.
No vale lavarse las manos y luego
convencerse de que uno no puede hacer nada ante tantas situaciones injustas que
hay cerca y lejos de nosotros.
No vale lavarse las manos y luego decir
que es una pena que haya pobres, enfermos, guerras, desastres.
No vale lavarse las manos y luego decir
que uno no puede cambiar el mundo[4].
Vale, por ejemplo, el ejemplo de Leví,
luego Mateo, que era uno de aquellos que comía sin lavarse el polvo de las
manos, pero que llegado el momento se limpió el corazón de dinero, una de
las cosas que más ensucia el
interior de los hombres. Mateo tendría barro en las manos, pero no tenía dinero
y más dinero en el corazón; y a esto le llama Cristo estar limpio.
Es mucho más fácil lo que hizo Pilatos
para lavarse las manos, que lo que tuvo que hacer, por ejemplo, Zaqueo, para
lavarse el corazón. A Pilatos le bastó un gesto espectacular y estúpido. A
Zaqueo, para lavarse el corazón, le hizo falta devolver cuatro veces lo robado y dar la mitad de lo suyo a los
pobres[5].
No sirve, pues, lavarnos las manos o
cumplir fría y ritualmente unas normas. Es la bondad personal junto con el
esfuerzo –y la gracia, desde luego- la que nos hace limpios por dentro: la negación de nuestro propio egoísmo y la
generosidad, la entrega, el trabajo por los demás.
Vosotros estáis limpios, aunque no todos[6], dijo el Señor en la última noche que
pasó con los suyos. Sólo uno no estaba limpio. Casualmente era uno que tenía
las treinta monedas aferradas, no precisamente con las manos sino ¡ay! con el corazón.
Y si los ejemplos anteriores se vuelven
incómodos y piensas “el fader se nos
vuelve comunista con tanto hablar de dineros”, cambia el término dinero por prestigio, poder, apariencia,
status, socialité, ambición, riqueza, soberbia, arrogancia, egoísmo, envidia,
gula, ira, lujuria, etc. A limpiar del corazón de todo esto es la
invitación del evangelio de éste domingo, el vigésimo segundo del Tiempo
ordinario ■