Aquí tienen a su rey, dice Pilato y muestra a Jesús a sus acusadores. Podemos
imaginar bien la escena. En el exterior del pretorio están los sacerdotes, la guardia
del templo y la gente que ha ido siguiendo todo el proceso. En el interior las
salas donde Pilato realiza sus funciones
de gobernador y las cárceles donde encierran y torturan a los delincuentes. Jesús está dentro, y va de un
sitio a otro: interrogado por Pilato, luego
en manos de los soldados que le desnudan, azotan y se burlan de él. Pilato también va de un lado para otro:
el asunto de Jesús se vuelve un problema serio que no sabe cómo resolver, y
aunque no tiene las cosas muy claras, tampoco tiene el más mínimo remordimiento de dejar a Jesús hecho
una llaga viva: no tiene importancia el sufrimiento o incluso la muerte de un
hombre. Al final de las idas y venidas, sacan a Jesús del pretorio para que lo
vea la gente. Lo sacan llevando la corona de espinas y el manto de
púrpura, desfigurado y ridículo: Aquí
tienen a su rey.
Vemos a Jesús desfigurado y creemos en Él; no hay en él aspecto atrayente, ni
siquiera parece tener aspecto humano. Es la imagen viva del fracaso. Pero nosotros nos lo miramos, no
podemos apartar los ojos de él, de su rostro. Si estamos celebrando el Viernes
Santo es porque queremos verlo, porque queremos fijar la mirada en Él. No lo
hacemos por curiosidad, ni tan sólo por compasión. Lo hacemos por fe: creemos en Jesús. Y eso no quiere
decir que sólo sabemos cosas sobre Él, o que afirmamos las verdades del credo,
o que llenamos una serie de preceptos que hemos
aprendido. Decir que tenemos fe en Jesús, decir que creemos en él,
quiere decir que estamos convencidos que Su camino es el único camino, que Su
manera de vivir es la única manera de vivir que vale la pena, que en Su persona
está lo más grande que los hombres podemos desear: Dios.
Hoy, en su rostro desfigurado y escarnecido que Pilato
muestra a la entrada del pretorio, vemos con mayor claridad que nunca cuál es
su camino, cuál es su manera de vivir, cómo es esta persona que es Dios hecho
presente entre nosotros, Dios con nosotros[1].
La celebración del Viernes Santo nos invita a pensar en
este mundo nuestro, un mundo en el que
un hombre como Jesús estorba. El mundo del tiempo de Jesús, el mundo que
crucifica a Jesús, es nuestro mismo mundo, marcado por el mismo mal, por el mismo rechazo de todo lo
que rompa la tranquilidad del orden
establecido.
Con su muerte, con
su amor sin reservas, Jesús ha abierto un camino de luz en la vida de
los hombres. Si lo miramos es porque en Él, en su amor, hay una luz que atrae
irresistiblemente, una luz que toca por dentro, y llena de deseo de novedad, deseo
de fidelidad a Él.
La sangre y el agua que salen de su costado, fecundan los
corazones y las actitudes de los que se acercan a beber.
Celebremos con fe, con amor, con agradecimiento, la
muerte del Señor. Pidamos que Su luz nos ilumine siempre y que llegue a todos
los hombres y mujeres del mundo entero ■