Corrieron ellos, entraron, vieron solamente las vendas, pero no el cuerpo y
creyeron que había desaparecido, no que hubiese resucitado. Al verlo ausente
del sepulcro, creyeron que lo habían sustraído y se fueron. La mujer se quedó
allí y comenzó a buscar el cuerpo de Jesús con lágrimas y a llorar junto al
sepulcro. Ellos, más fuertes por su sexo, pero con menor amor, se preocuparon
menos. La mujer buscaba más insistentemente a Jesús, porque ella fue la primera
en perderlo en el paraíso; como por ella había entrado la muerte, por eso
buscaba más la Vida. Y ¿cómo la buscaba? Buscaba el cuerpo de un muerto, no la
incorrupción del Dios vivo, pues tampoco ella creía que la causa de no estar el
cuerpo en el sepulcro era que había resucitado el Señor. Entrando dentro vio
unos ángeles. Observad que los ángeles no se hicieron presentes a Pedro y a
Juan y sí, en cambio, a esta mujer. El sexo más débil buscó con más ahínco lo
que había sido el primero en perder. Los ángeles la ven y le dicen: No está
aquí, ha resucitado (Mt 28,6). Todavía se mantiene en pie llorando; aún no
cree; pensaba que el Señor había desaparecido del sepulcro. Vio también a
Jesús, pero no lo toma por quien era, sino por el hortelano; todavía reclama el
cuerpo de un muerto. Le dice: «Si tú le has llevado, dime dónde le has puesto,
y yo lo llevaré (Jn 20,15). ¿Qué necesidad tienes de lo que no amas? Dámelo».
La que así le buscaba muerto, ¿cómo creyó que estaba vivo? A continuación el
Señor la llama por su nombre. María reconoció la voz y volvió su mirada al
Salvador y le respondió sabiendo ya quien era: Rabi, que quiere decir «Maestro»
(Jn 20,16) ■ San
Agustin, Sermón 229 L,1