V Domingo del Tiempo Ordinario (B)


El génesis u origen de la así llamada Teología de la liberación no es sencillo, tampoco lo es el desarrollo de sus planteamientos, lo que sí es fácil de comprender es que el texto del evangelio de hoy está hablando de liberación de una forma real y directa: la suegra de Pedro queda libre de su enfermedad y vuelve a sus tareas cotidianas, otros enfermos quedan libres del dolor, los endemoniados se ven libres de la esclavitud a la que estaban sometidos, y muchas personas reciben la Buena Noticia.

Jesús pasa entre los hombres haciendo el bien, es decir, liberando, y aquí es donde surge el problema fundamental: ¿qué se entiende por “liberar”? ¿En qué tipo de libertad pensamos cuando se invoca el término “liberación”? Más aún ¿Jesús se refiere únicamente a liberar el alma, o habla también de una liberación en el plano, digamos, material? En otras palabras: ¿es posible lograr la liberación de las almas sin lograr antes la liberación de las esclavitudes y carencias más inmediatas, necesarias y vitales del hombre? ¿Cómo puede sentir libre su corazón quien muere de hambre, el esclavo del dolor, el analfabeto, el oprimido, el indigente, el marginado? Y aun en el caso de que éstos pudieran sentir su corazón libre y contento en esas condiciones, ¿es esa la liberación a medias la que Jesús quiere para el hombre? ¿No es una liberación, digamos, integral, la que el Señor trae a los hombres, hoy en concreto a la suegra de Pedro, a los otros enfermos y a los endemoniados?

¿Qué hacía Jesús con aquellos que tenían algún problema? Siempre ha llamado mi atención en hecho de que los milagros del Señor van acompañados de la preocupación por las necesidades más básicas del ser humano, así es que lo vemos preparando algo de comer para sus discípulos[1], o indicando que se le dé algo de comer a quien acaba de volver a la vida[2].

Hoy el Señor continúa viviendo entre los hombres, actuando por medio y a través de la Comunidad Cristiana. Somos nosotros, por tanto, quienes tenemos la obligación –que no es altruismo- de actuar como Jesús, y responder como Él a los problemas del hombre; responder al problema de los que tienen hambre, de los que están solos, de los que viven pobres, marginados. Esa es la liberación que Cristo nos trae: del egoísmo y del hambre, de la inquietud del corazón y de la soledad, de la turbación anímica y de la opresión de los poderosos. De todo, es una liberación integral.

Por eso es que los cristianos debemos luchar decidida y abiertamente contra todo tipo y forma de mal, sin reduccionismos de ningún tipo, y tener conciencia de la presencia de los pobres, no para hablarles solamente de música celestial y manuscritos iluminados, sino para darles pan, casa y cultura; sólo entonces podrán ellos comprender que Dios es nuestro Padre: al ver que nosotros vivimos como hermanos. Sólo entonces descubrirán que Jesús es el Salvador, al verse libres, gracias a Él, de las esclavitudes que la vida les haya ido trayendo (y, donde pone "vida", entiéndase: vida, estructuras, sistemas, personas, autoridades, jefes...)[3].

La forma de vivir la causa de los pobres es hoy día la señal del cristiano. Muchos decimos trabajar por ellos o con ellos ¿hasta dónde estamos comprometidos? No faltan quienes ayudan incluso con fines poco liberadores: campaña, imagen, quedar bien antes los demás, etc. ¿no estaremos siendo lobos vestidos con piel de cordero que pensamos que así damos culto a Dios?[4]

Y no. No se trata de alentar una lucha de clases. La violencia de la lucha de clases es también violencia al amor de los unos con los otros y a la unidad de todos en Cristo.

Mons. Helder Cámara, que sabía mucho de éstas cosas, solía decir que cuando uno sueña solo, sólo es un sueño; cuando uno sueña con otros, es el comienzo de la realidad[5]. Un buen punto para conversar con el Señor a lo largo del día de hoy ■


[1] Cfr Jn 21, 9.
[2] Cfr Mc 5, 43.
[3] L. Gracieta, Dabar 1985, n. 13
[4] Jn 16, 2
[5] Mons. Cámara fue obispo auxiliar de Río de Janeiro y obispo de Olinda y Recife; de él mismo es esta frase: “Si le doy de comer a los pobres, me dicen que soy un santo. Pero si pregunto por qué los pobres pasan hambre y están tan mal, me dicen que soy un comunista”.  

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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