XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario (A)


Todo hemos recibido talentos. Todos hemos sido lanzados a la aventura de la vida con unos talentos en nuestras manos, de los que tendremos finalmente que dar cuenta. Escribía Rilke hace tiempo: «si tu vida te parece pobre –podemos decir, si te parece que no tienes talentos- no eches la culpa a la vida. Échate la culpa a ti mismo, porque no eres lo suficientemente fuerte para descubrir su riqueza»[1]. Todos tenemos talentos. Todos podemos descubrir que en nuestra vida hay una riqueza escondida y oculta, si tenemos los ojos abiertos. No es falta de humildad el ser conscientes de nuestros talentos, porque vivir en la humildad es vivir en la verdad, como le gustaba decir a santa Teresa.

Y tampoco sabemos valorar si Dios ha puesto en nuestras manos uno, dos o cinco talentos. En una entrevista a J. Watson, el premio Nobel descubridor de la estructura del ADN, éste afirmaba que la genética ha sido injusta con los hombres y les ha dado a unos más y a otros menos, sin embargo los cristianos creemos que Dios ve las cosas de forma distinta. Dios mide los talentos de los hombres por criterios distintos de los nuestros. Para Dios, los talentos, que los hombres valoramos como uno, pueden valer cinco; y los que para los hombres valen cinco, para Dios pueden valer únicamente uno. Justo por eso, al final de la parábola, es lo mismo haber producido dos o cinco. Los dos servidores reciben la misma alabanza; ambos entran en el gozo de su Señor. Para Dios es lo mismo la mujer hacendosa que trabaja en su casa que la que lucha en otros campos fuera de su hogar; Dios alaba lo mismo al que lucha en las encrucijadas de la historia de los hombres y al que trabaja, sencilla y anónimamente, en la oscuridad del día a día, sin dejar huella en la historia de los hombres. Lo que Dios condena es al que entierra sus talentos –sean uno, dos o cinco- en un hoyo en la tierra.

Vivimos una página difícil de la historia del mundo y de la Iglesia. Vivimos años de cambio acelerado, en los que tenemos una responsabilidad que realizar. Y existe el peligro de sentirnos desconcertados y sobrepasados, para acabar escondiendo nuestros talentos bajo tierra. Es el peligro del miedo, del anclarnos en el pasado ante un presente que nos desborda y un futuro que nos atemoriza. «Conservar»: ¡cuántas expresiones religiosas en torno a esa palabra; «conservamos» la fe, las tradiciones, la gracia, la vocación...! Hay que «conservar», sin duda, pero hay sobre todo que apostar, hay que innovar, hay que afrontar el presente, hay que salir al encuentro de los retos del futuro[2].

Ciertamente Jesús no hubiera vivido hoy así. Dice un comentario que «no hay un solo pasaje evangélico el que aparezca Cristo como un hombre conservador y pusilánime, empeñado en dejar las cosas como están... Fue un hombre arriesgado, comprometido por entero en la idea fundamental de su vida: anunciar a los hombres la realidad del Reino de Dios...»[3].

No es del todo equivocado pensar que el Señor lucharía hoy por seguir vertiendo el vino del Evangelio, viejo y nuevo al mismo tiempo, en los odres nuevos de un mundo en cambio. Es la lucha que nos ha encomendado a los cristianos: no debemos ser reliquias de museo, sino luchadores de la historia; no tenemos la tarea de conservar celosamente vinos añejos, sino de saberlos dar a gustar a los hombres de hoy; no hay que enterrar en un hoyo –sea en el cultivo de mi vida espiritual o en la acción en el interior de la Iglesia- los talentos recibidos, sino que hemos de sacarlos a la lucha de la vida.

La pregunta hoy es: ¿en verdad estoy dando rendimiento a las cualidades que tengo? Hay mucho que hacer en la sociedad, en la Iglesia: ¿aporto yo mi colaboración, o dejo que los demás trabajen? Al final del tiempo –que no sé si será breve o largo- se me pedirá cuenta. ¿Me voy a presentar con las manos vacías? ¿Se podrá decir que mi vida, sea larga o breve, ha sido plena, que me he "realizado" según el plan que Dios tenía sobre mí? Ha sonado un despertador en nuestro calendario. Y lo volveremos a escuchar en domingos sucesivos. Un despertador que nos habla de compromiso, de empeño constructivo, de actividad diligente para que nuestra existencia sea provechosa y fructífera, para nosotros y para los demás, sin dejarnos amodorrar por el sueño o la pereza ■



[1] Rainer Maria Rilke (también Rainer Maria von Rilke) (1875- 1926) es considerado uno de los poetas más importantes en alemán y de la literatura universal. Sus obras fundamentales son las Elegías de Duino y los Sonetos a Orfeo. En prosa destacan las Cartas a un joven poeta y Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Es autor también de varias obras en francés.
[2] Cfr. J. Gafo, Palabras en el corazón, Ed. Mensajero, Burgos 1992, p. 256 ss.
[3] Idem. 
Ilustración: A. G. Decamps, Mecader turco fumando en su tienda (1844), óleo sobre tela (36x28cm), Museo D´Orsay (Paris).

Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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