Todo hemos recibido talentos. Todos hemos
sido lanzados a la aventura de la vida con unos talentos en nuestras manos, de
los que tendremos finalmente que dar cuenta. Escribía Rilke hace tiempo: «si tu
vida te parece pobre –podemos decir, si te parece que no tienes talentos- no
eches la culpa a la vida. Échate la culpa a ti mismo, porque no eres lo
suficientemente fuerte para descubrir su riqueza»[1].
Todos tenemos talentos. Todos podemos descubrir que en nuestra vida hay una
riqueza escondida y oculta, si tenemos los ojos abiertos. No es falta de
humildad el ser conscientes de nuestros talentos, porque vivir en la humildad
es vivir en la verdad, como le gustaba decir a santa Teresa.
Y tampoco sabemos valorar si Dios ha puesto en nuestras
manos uno, dos o cinco talentos. En una entrevista a J. Watson, el premio Nobel
descubridor de la estructura del ADN, éste afirmaba que la genética ha sido
injusta con los hombres y les ha dado a unos más y a otros menos, sin embargo
los cristianos creemos que Dios ve las cosas de forma distinta. Dios mide los
talentos de los hombres por criterios distintos de los nuestros. Para Dios, los
talentos, que los hombres valoramos como uno, pueden valer cinco; y los que
para los hombres valen cinco, para Dios pueden valer únicamente uno. Justo por
eso, al final de la parábola, es lo mismo haber producido dos o cinco. Los dos
servidores reciben la misma alabanza; ambos entran en el gozo de su Señor. Para
Dios es lo mismo la mujer hacendosa que trabaja en su casa que la que lucha en
otros campos fuera de su hogar; Dios alaba lo mismo al que lucha en las
encrucijadas de la historia de los hombres y al que trabaja, sencilla y
anónimamente, en la oscuridad del día a día, sin dejar huella en la historia de
los hombres. Lo que Dios condena es al que entierra sus talentos –sean uno, dos
o cinco- en un hoyo en la tierra.
Vivimos una página difícil de la historia del mundo y de
la Iglesia. Vivimos años de cambio acelerado, en los que tenemos una
responsabilidad que realizar. Y existe el peligro de sentirnos desconcertados y
sobrepasados, para acabar escondiendo nuestros talentos bajo tierra. Es el
peligro del miedo, del anclarnos en el pasado ante un presente que nos desborda
y un futuro que nos atemoriza. «Conservar»: ¡cuántas expresiones religiosas en
torno a esa palabra; «conservamos» la fe, las tradiciones, la gracia, la
vocación...! Hay que «conservar», sin duda, pero hay sobre todo que apostar, hay que innovar, hay que afrontar
el presente, hay que salir al encuentro de los retos del futuro[2].
Ciertamente Jesús no hubiera vivido hoy así. Dice un
comentario que «no hay un solo pasaje evangélico el que aparezca Cristo como un
hombre conservador y pusilánime, empeñado en dejar las cosas como están... Fue
un hombre arriesgado, comprometido por entero en la idea fundamental de su
vida: anunciar a los hombres la realidad del Reino de Dios...»[3].
No es del todo equivocado pensar que el Señor lucharía
hoy por seguir vertiendo el vino del Evangelio, viejo y nuevo al mismo tiempo,
en los odres nuevos de un mundo en cambio. Es la lucha que nos ha encomendado a
los cristianos: no debemos ser reliquias de museo, sino luchadores de la
historia; no tenemos la tarea de conservar celosamente vinos añejos, sino de
saberlos dar a gustar a los hombres de hoy; no hay que enterrar en un hoyo –sea
en el cultivo de mi vida espiritual o en la acción en el interior de la
Iglesia- los talentos recibidos, sino que hemos de sacarlos a la lucha de la
vida.
La pregunta hoy es: ¿en verdad estoy dando rendimiento a
las cualidades que tengo? Hay mucho que hacer en la sociedad, en la Iglesia:
¿aporto yo mi colaboración, o dejo que los demás trabajen? Al final del tiempo –que
no sé si será breve o largo- se me pedirá cuenta. ¿Me voy a presentar con las
manos vacías? ¿Se podrá decir que mi vida, sea larga o breve, ha sido plena,
que me he "realizado" según el plan que Dios tenía sobre mí? Ha
sonado un despertador en nuestro calendario. Y lo volveremos a escuchar en
domingos sucesivos. Un despertador que nos habla de compromiso, de empeño
constructivo, de actividad diligente para que nuestra existencia sea provechosa
y fructífera, para nosotros y para los demás, sin dejarnos amodorrar por el
sueño o la pereza ■
[1]
Rainer Maria Rilke (también Rainer Maria von Rilke) (1875- 1926) es considerado
uno de los poetas más importantes en alemán y de la literatura universal. Sus
obras fundamentales son las Elegías de
Duino y los Sonetos a Orfeo. En
prosa destacan las Cartas a un joven
poeta y Los cuadernos de Malte
Laurids Brigge. Es autor también de varias obras en francés.
[2] Cfr. J. Gafo, Palabras
en el corazón, Ed. Mensajero, Burgos 1992, p. 256 ss.
[3] Idem.
Ilustración: A. G. Decamps, Mecader turco fumando en su tienda (1844), óleo sobre tela (36x28cm), Museo D´Orsay (Paris).