Dice san Bernardo en un sermón sobre el Adviento que debemos ser conscientes
de la triple venida del Señor, es decir, que además de la primera y de la
última, hay una venida intermedia. Aquéllas son visibles, pero ésta última no.
En la primera, el Señor se manifestó en la tierra y convivió con los hombres,
cuando, como atestigua él mismo, lo vieron y lo odiaron. En la última, todos
verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron [1].
La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor
en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan. De manera que, en la
primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en
espíritu y poder y, en la última, en gloria y majestad. Esta venida intermedia
es como una senda por la que se pasa de la primera a la última: en la primera,
Cristo fue nuestra redención; en la última, aparecerá como nuestra vida; en
ésta, es nuestro descanso y nuestro consuelo[2].
Este domingo, la pregunta que se plantea el profeta en la
primera lectura una vez que vuelve del exilio y contempla la ciudad y el templo
en ruinas seguramente la hemos hecho cada uno de nosotros aunque en diferente
tono: ¿Por qué permites, Señor, que nos desviemos de tus caminos? ¿Por qué
permites tanta injusticia, que siempre acaba recayendo sobre los mismos, los
pobres? ¿Por qué no arreglas de una vez este mundo, si Tú todo lo puedes? A
veces una concepción falsa de la omnipotencia de Dios nos puede conducir a un
callejón sin salida.
Por un lado, la fuerza infinita del amor y la vida de
Dios tiene una potencia sin límites, y en este sentido se puede decir que es
omnipotente. Pero, por otro lado, el amor sólo tiene efecto si es aceptado. El amor es oferta, no imposición.
Querer forzar una respuesta de amor es hacerlo imposible, porque el amor supone
la libertad de respuesta. Una persona puede amar a otra, pero si la otra
permanece indiferente, el amor no puede realizarse. El amor comporta el posible
fracaso, y ante el rechazo experimenta la impotencia.
Esta debilidad del Dios-Amor ante el rechazo, es lo que
resulta incomprensible a los adversarios de Jesús, e incluso a los mismos
apóstoles que pensaban siempre en un Dios todopoderoso…
Al final de la lectura, el profeta nos recuerda a todos
que Dios es nuestro Padre, el alfarero, y que somos todos obra de sus manos. Es
decir, nos recuerda que Dios es todo perdón que es el único Salvador que Él es
el que hemos de esperar. Por eso en medio de nuestras oscuridades, depresiones,
angustias, hundimientos en la culpa... Él nos ofrece nuevamente la
recuperación, la paz, la reconciliación[3].
Si nos sentimos realmente perdonados por Dios podremos
descubrir a Dios en cada acontecimiento, en cada hecho, grande o pequeño,
proclamado por la televisión y los periódicos o apenas conocido por unos pocos.
Cada momento, si vigilamos como el criado esperando al dueño, puede ser un
momento decisivo.
Vamos a pedir al Señor en esta eucaristía del primer
domingo de Adviento que nos conceda la luz suficiente para observar lo que va
pasando y así que sepamos descubrir las llamadas y las venidas de Dios en el
interior de cada acontecimiento, y nos ayude e estar abiertos a cualquier
cambio personal, familiar o social. Cualquier cambio es siempre una ocasión más
favorable para que Dios entre en nuestras vidas. Un cambio comporta debilidad,
presencia de los errores y, por tanto, más humildad y pobreza en la persona, lo
que permite una mejor disposición para recibir a Dios en nuestra vida.
Hace más de dos mil años, nació la nueva Eva: María. Un
mundo nuevo comenzó su alborada. La luz fue venciendo a las sombras. El alba
tenía rostro de mujer. Y Dios iba sembrando gérmenes de vida. Después de dos
mil años, María, la nueva Eva, no se ha alejado de nosotros y participa de la intercesión
constante del Señor en favor nuestro.
Con la antífona mariana Alma Redemptoris Mater cantaremos a lo largo de estas semanas a
María: Madre del Redentor, Virgen
fecunda, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar, ven a librar al
pueblo que tropieza y se quiere levantar. Ante la admiración de cielo y tierra,
engendraste a tu santo Creador, y permaneces siempre Virgen. Recibe el saludo
del arcángel Gabriel y ten piedad de nosotros, pecadores ■