XXX Domingo del Tiempo Ordinario (A)

Dicen los que saben que los rabinos de Israel entresacaban de la Escritura 248 mandamientos y 365 prohibiciones. Uno entonces puede perfectamente imaginar al judío practicante totalmente enredado en tal laberinto de leyes y fórmulas, mareado por tener que atender tantos frentes. No sorprende que discutieran su importancia tratando de afrontar al menos las obligaciones primordiales. Ni sorprende que, a la hora de calificar, surgieran distintas escuelas con respuestas diversas; y que incluso lucharan entre ellas por imponer los propios criterios. Así es que llegamos a la pregunta de hoy en el evangelio, una pregunta con cierta trampa, es decir, vamos a ver qué ideas tiene el Rabí de Nazaret: ¿Cuál es el Mandamiento más importante de la Escritura?

Ver a los judíos con su laberinto de leyes, puede prestarse al chiste y al ridículo; pero hoy por hoy no estamos tan lejos. Quien e haya acercado a la pastoral parroquial conoce la cantidad de temas a la hora de hablar de prioridades: ¿Qué es lo más urgente en la acción de la Iglesia? Un día se habla de dar prioridad a la juventud, al siguiente sobre la niñez, o la familia, o la inmoralidad, o la opción por los pobres, la catequesis, las vocaciones, la liturgia, y la espiritualidad sacerdotal...

El católico promedio, el que asiste a misa de 12 en su parroquia ve desfilar cada día distintos predicadores: uno truena contra el libertinaje en que se convierte la libertad; otro habla obsesivamente de los pobres; aquel mantiene su personal y razonable manía de que lo más urgente es tener cristianos bien formados que puedan afrontar la vida; otro acusa reiteradamente a la juventud perdida, que por cierto está ausente; alguien tiene la obsesión, bien cimentada por cierto, de que la parroquia tiene que ser comunidad... ¿Qué es realmente lo importante, lo fundamental, lo que resume todo y da sentido a vocaciones, pobres, liturgia, catequesis, comunidad...? Amar.

¿Amar, qué? Pues amar todo lo que existe: Dios, el prójimo, el propio yo (¡tan difícil!), la naturaleza, la historia, la vida...

Si tuviéramos varios corazones, uno para amar a Dios, otro para el prójimo, otro para la naturaleza, cabría la posibilidad de trabajar con uno y dar descanso a los otros. Pero el hombre es un ser unitario: o ama o no ama. O tiene el corazón abierto, o lo tiene cerrado. Si lo tiene abierto, ama, vive, tiene paz, alegría: es la salvación. Si se repliega sobre sí mismo, no ama, ni vive, se entristece, se amarga, se agria, pierde la esperanza: es la condenación.

El gran problema del hombre es poder amar, y no ver en Dios un Dictador que te exige una hoja de papel cuadriculado donde registres tu vida espiritual; en el prójimo un rival, en la naturaleza un enemigo, en la propia historia un desastre, en la vida "un rollo". Toda competencia o discusión entre la importancia de amar a Dios y amar al prójimo, es irreal y farisaica: tras esa discusión hay siempre un corazón que se repliega sobre sí mismo. Por eso resulta triste que este evangelio, dador de vida como lo es siempre la Palabra de Dios, se convierta en nueva fuente de discusiones farisaicas o de acusaciones partidistas[1].

El gran problema, el problema radical que los hombres tenemos que descubrir y afrontar, es nuestra escasa capacidad de amar. Cada día sentimos la tentación de pensar que Dios lima nuestra libertad, que el prójimo es enemigo o despreciable, que el trabajo es un asco, que la vida es inaguantable.

Lo que necesitamos descubrir es la raíz y la fuente del amor, porque si queremos vivir tendremos que amar. Y la raíz del amor no es la innegable buena voluntad humana, que tropieza siempre en la misma piedra: en lo desagradable, en lo que hiere, en el enemigo. Enemigo puede parecer Dios, como sucede desde Adán en el Paraíso; el enemigo es siempre alguien cercano a nosotros, porque nos incomoda; el enemigo es la cruz de la vida, como gritó Pedro y tentó a Jesús; el enemigo es un yo defectuoso o pecador, como lo vio Judas cuando se ahorcó...

El Amor nace de Dios: de verse cada día querido y perdonado por Él en la propia miseria, y llamado además a ser hijo. El amor no lo producimos; se nos da. Y cuando se recibe, se expande en toda dirección: Dios, hombres, naturaleza, vida...■


[1] M. Flamarique, Escrutad las Escrituras, Reflexiones sobre el ciclo A, Desclée de Brouwer, Bilbao 1989, p. 164

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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