XXII Domingo del Tiempo Ordinario (A)


De qué le sirve ganar el mundo entero... Casi sin darnos cuenta, hemos construido una sociedad donde lo importante es obtenerlo todo –ganar-  rápidamente. Damos a los más jóvenes una educación excesivamente permisiva, una falta casi total de autodisciplina, un ambiente social lleno de estímulos que nos empujan sólo a ganar, gozar, gastar y disfrutar; una sociedad que dice que si no vives intensamente eres un loser; una sociedad en la que reina el temor a aparecer como fracasados y reprimidos... es la nuestra una sociedad en la que la renuncia no tiene casi sentido alguno. «Sí, hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces ni cimientos que ellos mismos. Desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias; dar en cada instante un paso al azar, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el impulso de cada momento. Estas tentaciones siempre están al acecho. Es importante no sucumbir a ellas, porque, en realidad, conducen a algo tan evanescente como una existencia sin horizontes, una libertad sin Dios»[1].

Y también poco a poco empezamos a constatar que no es ése el camino acertado para vivir en plenitud. Cuando, sistemáticamente, vamos satisfaciendo nuestros deseos de manera inmediata, no crecemos como hombres. No acertamos a saborear con gozo la satisfacción obtenida. Nuestro espíritu no se aquieta. Siempre surge un nuevo deseo más apremiante y excitante que el anterior.

Y comenzamos a vivir en tensión, sin saber ya cómo saciar nuestros deseos e insatisfacciones cada vez más voraces. Y la existencia se nos convierte en una carrera alocada donde lo único que nos llena es tener siempre más y disfrutar con mayor intensidad.

Y tras la satisfacción lograda, de nuevo el vacío, el decaimiento, la tristeza y el hastío. Y de nuevo, vuelta a empezar, atrapados en una trampa que no tiene salida hacia la verdadera libertad. Quién no se ha sentido así, quién no se ha ido a dormir con el alma triste y sin saber qué decir. Quizás esta experiencia nos puede ayudar a entender mejor las palabras del Seños en el evangelio de éste domingo: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si al final pierde su alma?[2]

Lo queramos o no, el hombre madura y crece, cuando sabe renunciar a la satisfacción inmediata y caprichosa de todos sus deseos en aras de una libertad, unos valores y una plenitud de vida más noble, digna y enriquecedora. Aún más: Si uno quiere obtenerlo todo ahora, inmediatamente, a cualquier precio y de cualquier manera, sin abrirse a una vida futura, eterna y definitiva, corre el riesgo de perderse definitivamente. ¿No deberíamos de introducir en nuestra vida una dosis mayor de renuncia, sana austeridad y simplicidad en el vivir? El que quiere seguir a Jesús hasta la plenitud de la resurrección ha de saber vivir de manera crucificada ■


[1] Discurso del Santo Padre Benedicto XVI, Plaza de Cibeles, Madrid, Jueves 18 de agosto de 2011; el texto completo puede leerse aquí: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2011/august/documents/hf_ben-xvi_spe_20110818_accoglienza-giovani2-madrid_sp.html
[2] Cfr Mt 16, 21-27. 

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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