El Señor, con la parábola del sembrador de éste domingo, explica el significado auténtico de la propia misión. Como si dijese: “Sí, yo soy el Mesías, pero no de la manera ni el estilo que ustedes imaginan. No he venido a juzgar, sino a salvar. No he sido invitado a poner en su sitio las cosas, sino a iniciar algo. Mi tarea no es la de hacer las sumas, sino la de dar la señal de partida. Inauguro no el tiempo del juicio, sino el de la paciencia. Mi misión está bajo el signo de la semilla, no de la cosecha[1]”. Por eso hace resaltar, ante todo, la figura del sembrador (que es Él mismo) y se fija en su gesto.
La explicación que viene a continuación –y que en el fondo, es otra parábola- insistirá en los varios tipos de terreno, y consiguientemente en la respuesta del hombre, en su responsabilidad. ¿Cuál es entonces el punto central de la parábola? Un punto que no ha de buscarse en el final –en la cosecha-, sino en el principio, el hecho de sembrar.
Esta parábola abre nuestros ojos y corazones no hacia el futuro sino hacia el presente, porque el Reino de Dios está aquí –si bien escondido- ya entre nosotros. “Se trata, pues, de comprender el presente en su aparente falta de significado, no pretender del mismo otros signos de la gloria futura. El Reino de Dios, llega, en efecto, a escondidas e, incluso, a pesar del fracaso”[2].
Más de algún autor espiritual ha querido explicar que es la parábola de la confianza en el éxito final. No. Es la parábola de la confianza en los principios. Lo importante es el hecho de sembrar; la bolsa con las semillas, no la cosecha. El Señor nos dice que el Reino es una siembra (no lo que esperan los oyentes: algo terminado, decidido). Y Él es el sembrador. Su tarea específica es el sembrar. Ni siquiera es importante saber lo que siembra. Lo significativo es el acto de sembrar...
Con frecuencia nos sentimos angustiados: ¿por qué tanta fatiga desperdiciada? ¿Por qué se obtienen unos resultados tan modestos? ¿Vale la pena insistir? ¿Qué se consigue? ¿Para qué tantos esfuerzos, tantos sacrificios, tantas esperanzas vanas? Sí, es la preocupación por los resultados, por sacar las cuentas.
Y entonces, la parábola del sembrador sirve para, digámoslo así, desenmascarar el equívoco de fondo. Se define a esta parábola, normalmente, como “la parábola del contraste”. El contraste sería entre el principio y el fin. Contraste entre las dificultades y el resultado final, entre la aparente derrota y el éxito, entre los principios modestos y los crecimientos grandiosos.
Y es también la parábola del realismo. Una invitación a no quedarse en las apariencias. No es que el éxito nos compense de las dificultades, premie la tenacidad. No es que la recolección sea para nosotros un resarcimiento abundante de las pérdidas. No. Aquí la significación es otra.
El resultado ya está contenido en los principios. El éxito ya está presente en los fracasos. La mies ya está comprometida en la siembra. Diría más: la mies es el gesto de sembrar.
Además, el sembrador no elige el terreno. No decide cuál es el terreno bueno y cuál es el desfavorable, cuál apto y cuál menos apto, cuál del que se puede esperar algo, y cuál por el que no vale la pena esforzarse. Eso sería clasificar, y Dios ni clasifica ni hace acepción de personas[3]. El terreno se revela en lo que es, después de la siembra, no antes, ¡ay si todos los que anunciamos la palabra, recordásemos esto...! Nuestro quehacer no consiste en clasificar los varios tipos de terreno, en trazar el mapa de las posibilidades (una tentación siempre amenazadora), hemos de poner a prueba todos los terrenos.
Y después no olvidemos que la semilla, que es la palabra, tiene también el poder de transformar el terreno, puede romper las rocas, abrirse un paso en el camino trillado hacia las profundidades del ser...
No se dice que la semilla se resigne a las condiciones que encuentra. La palabra es creadora. También del terreno. Basta dejarla obrar. Es la palabra que puede transformar el corazón de piedra en corazón de carne[4]. La semilla se pierde, de verdad, sólo cuando se queda en las manos cerradas de un sembrador “razonable”. Que no sale a sembrar para no poner en peligro la palabra…
La parábola termina con un “el que tenga oídos que oiga”, que podría traducirse (un poco libremente quizá) como “tiene oídos solamente el que entiende”, es decir, para oír es necesario, antes comprender. La comprensión –esto es, la adhesión interior- precede a la escucha. Si uno no entiende, se hace sordo.
Es necesario antes en-tender, o sea, tender en dirección de alguien, y ése alguien –Alguien con mayúscula- es Él. Hemos de estar fascinados por Él. Tomar postura ante él. Dirigirnos a Él con todo el ser. Sólo entonces se estaremos en disposición de oír lo que dice. Primero hemos de convertirnos a él para entonces poder comprenderle ■
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