IV Domingo de Pascua (a)

Después de haber contemplado los domingos anteriores, diversos momentos de la experiencia pascual de los discípulos del Señor, la liturgia de la Palabra nos lleva a hacernos una pregunta sencilla pero de cuya respuesta depende nuestra vida: ¿quién es para nosotros este Cristo resucitado, de quien nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles que Dios lo ha constituido Mesías y Señor ¿Es verdaderamente el Señor de nuestras vidas?
Es bueno que hoy revisemos nuestra adhesión a Cristo, hoy, después de haber vivido la Cuaresma y la Pascua. ¿Qué autoridad tiene Jesús en mi vida? Y debemos plantearnos esa pregunta a partir de los hechos más sencillos y cotidianos de la vida. Desde que nos levantamos por la mañana hasta que nos acostamos, nada de lo que hacemos puede quedar al margen de nuestra vocación: Cristo os dejó un ejemplo para que sigáis sus huellas, dice san Pedro en su carta. En las relaciones familiares, en el trabajo, en el lugar de estudio, en la tienda, en el metro o el autobús, con las amistades, con la pareja... hemos de vivir plenamente nuestra vocación[1].
Éste es el sentido de las dos imágenes que Jesús utiliza en el evangelio de hoy, hablando de sí mismo: el pastor y la puerta de las ovejas. Él es el centro de la vida cristiana, de cada cristiano y de la comunidad. A él le reconocemos como único Señor cuando nos habla en medio de tantas voces como oímos cada día. Él nos conoce personalmente y nos ama, y por eso le seguimos. La salvación sólo la encontramos si hacemos pasar nuestra vida por él, aceptando su cruz y su resurrección.
Los pastores solían reunir sus rebaños en un mismo corral y confiarlos a la vigilancia de uno solo (el guarda), mientras los demás pernoctaban confiadamente en sus casas y regresaban al amanecer. El corral era un cerco de piedras con una sola puerta y sin cobertizo.

Por la mañana resultaba fácil a cada uno distinguir sus propias ovejas, bastaba con llamarlas con un silbido peculiar para que todas acudieran a él y le siguieran. Lo que se dice del "nombre" con el que el pastor llama a cada una parece más propio de un ganado mayor, como sucede, por ejemplo, con las vacas; aquí se destaca ese rasgo expresamente en atención a su significado simbólico, a la relación personal que se da entre el buen pastor y sus ovejas, es decir, entre Jesús y los suyos.
Jesús es también el verdadero pastor y ésta su misión: dar vida sus ovejas, dar vida abundante e, incluso, desvivirse por ellas hasta el extremo de la cruz. Los falsos pastores buscan las ovejas para aprovecharse de ellas, despojarlas y conducirlas a la ruina.
Estamos aquí porque la voz de nuestro pastor nos ha convocado. Sabemos que él nos conduce a los buenos pastos. Ahora, él mismo nos pondrá la mesa y nos dará el alimento de la vida cristiana. Acerquémonos con confianza ■



[1] J. Romaguera, Misa Dominical, 1990, n. 10.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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