III Domingo de Pascua (a)

Aquellos dos son discípulos que, como nosotros, han oído hablar de Jesús, siguen su causa, pero no le han "visto". El que lo encuentran “en el camino” es un punto clave en la narración que comienza con el camino de los discípulos abandonando Jerusalén y termina cuando regresan a Jerusalén. El lugar de encuentro con Jesús o, mejor, donde Él nos alcanza es en nuestro camino, en nuestras empresas, en nuestras andanzas, también en ésos momentos en los que queremos huir y de hecho huimos.

Ellos, como nosotros, tienen que llenar la distancia entre el saber y el experimentar. Lo que saben respondería hoy al credo más impecable[1]. Y, sin embargo, su sensación es de vacío. ¡Cuánta sabiduría hoy y, a veces, qué poca esperanza! El creyente de todos los tiempos ha de salvar permanentemente la distancia entre saber y experimentar. Sólo la experiencia da paso a la esperanza y al gozo. Pero, ¿experiencia de qué? De Jesús vivo. ¡Podemos saber mucho sobre Jesús sin llegar jamás a un encuentro vital! Ellos sabían todo lo que había hecho y dicho el Jesús terrestre, pero no lo fundamental: que estaba vivo y podía producirse el encuentro en su camino.

Aquel encuentro tiene dos rasgos fundamentales. En primer lugar aparece como reconocimiento. Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo[2]. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron[3]. Jesús está presente y no disfrazado. Son los ojos de los discípulos los que antes no eran capaces, estaban impedidos para ver a Jesús, y después se abren y lo reconocen.

El itinerario de la fe no consiste en la ausencia o presencia de Jesús –ésa iniciativa y compañía ya están aseguradas en nuestro camino- sino en esa transformación interior que hace que los ojos del creyente vean lo que ven. ¡Tremenda paradoja la del reconocimiento! No se trata de ver algo nuevo, sino de ver con ojos nuevos lo mismo que estaba viendo en el camino de nuestra vida.
El segundo rasgo de ese encuentro, que adquiere la forma de reconocimiento, es que ocurre progresivamente y que además de la Palabra –es decir, la Sagrada Escritura- necesita del signo histórico, algo que ocurre en nuestra historia y nos hace, no ver más, sino captar profundamente lo que vemos y oímos. En nuestro relato, profundamente netamente eucarístico, se adjudica este papel de signo rompedor a la fracción del pan.

La fracción del pan, la Eucaristía, hoy, es el signo que abre nuestros ojos y nuestro corazón al encuentro personal con Jesús. Cada Eucaristía es un nuevo gesto, un nuevo signo, porque cambia el lugar del camino, las circunstancias personales, la comunidad, el momento histórico. ¿Es nuestra fracción del pan un signo que nos hace reconocer a Jesús en nuestras concretas circunstancias personales y colectivas? ¿Posibilita el encuentro con Jesús vivo, del cual nos hablan las Escrituras? Pero, aunque la fracción del pan tenga carácter de signo privilegiado, no agota la impresionante variedad de Jesús de ser reconocido hoy a través de hechos significativos: ¿cuáles consideraríamos más importantes?

Pero Él desapareció. Sí, Jesús está vivo. Pero un encuentro con Él no significa que le podamos tocar y ver. ¡Ha resucitado! Sin embargo, ningún encuentro con Jesús es inocente. Nos deja "marcados".

Él desaparece tras los signos de nuestra historia. Pero el creyente ha quedado "tocado" de gozo, para ser testigo, en comunidad.

Las consecuencias del encuentro con Jesús se manifiestan así como un volver a encontrarse a sí mismo –gozo, esperanza, plenitud- como un reencuentro con la comunidad –el miedo no sólo origina la ruptura interior, sino la ruptura de la comunión- como una misión en el mundo: ser testigos y evangelizar nunca es un añadido a la fe, sino su dinámica natural[4].

Una sola y única pregunta éste domingo: ¿Hemos sido tocados en esta Pascua en esa triple e inseparable dimensión y se nos nota en el rostro y al momento de partir el Pan? ■



[1] Cfr vv 19-24
[2] vv. 15-16
[3] vv. 30-31
[4] Cfr J. M. Alemany, Emaus, Dabar 1990, n. 26

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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