Las tentaciones que nos narra san Mateo en el evangelio de este Domingo podríamos más o menos resumirlas o actualizarlas así. En la primera el demonio parece decirle: Sé un Mesías de la abundancia material y de la revolución social, da pan al pueblo hambriento y bienestar a los pobres y serás una bendición de Dios. Te llamarán: el Esperado[1].
En la segunda: sé un Mesías religioso, sólo dedicado a lo de Dios: apégate a la Palabra, a la Tradición y a la Ley. Y los hombres del culto y del templo te venerarán. Se apoyarán en ti. Serán tus incondicionales valedores y quienes promocionen tus ideas. Te llamarán: el Santo de Dios.
La tercera: sé un Mesías del progreso, del mundo del éxito y del poder, de la ciudad nueva, secular: que estén contigo los sabios, los economistas, los comunicadores sociales, los políticos. El mundo progresista e ilustrado. Y con ellos construye imperios basados en la ciencia, la tecnología, la sabiduría dúctil de la democracia. Te llamarán: el Gran Visionario.
Sin embargo los tres son caminos equivocados –y hasta blasfemos- porque el demonio desconoce el corazón humano, y sobre todo el de Cristo. Jesús ve que sólo desde un amor solidario y creativo que despierte al hombre que dormita en el hambriento, podrá manifestarse Dios. Tampoco es únicamente en el Culto y la Ley donde se nos muestra primariamente Dios. El cuida de sus hijos en el quehacer diario de ser hombres, formar una familia, saber experimentalmente qué es el amor a una mujer, a unos hijos, a una profesión, a un servicio a la comunidad –sin que ello esté divorciado de su Dios- es donde le sentimos y descubrimos como Padre. El Dios de Jesús es el Dios de la Historia.
Para el Señor van por caminos equivocados aquellos que buscan únicamente el triunfo social, político, económico o artístico, procurándose un nombre, el esplendor de una organización o la bondad de una ideología que puede imponerse a otras. Sólo la promoción humana deja de ser tentación y es un modo de amar, cuando el poder se ejerce desde una actitud de humilde servicio a los demás.
Comenzar la Cuaresma es, sencillamente, escuchar estos textos –quizá extraños y difíciles- y traducirlos a nuestro aquí y ahora.
Comenzar la Cuaresma es descubrir unas semillas que teníamos olvidadas allá, justo en la Sagrada Escritura. Es sembrarlas y regarlas con el cuidado del sabio que investiga: ¿tendrán todavía vida? ¿Tendrán todavía fuerza para renovar este terreno un tanto árido y triste que es nuestro mundo? Son cuarenta días de cultivo. ¡Tal vez estás sembrando la Resurrección! ■
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