Cuentan –no estoy seguro si es verdad; puede ser una de ésas leyendas urbanas- que un personaje inglés que se había convertido al catolicismo porque lo consideraba mucho más claro y preciso que su religión anglicana escribió una carta a su obispo diciéndole que le gustaría poder vivir sin ningún tipo de inseguridad respecto a lo que debía hacer o evitar cada día. Y le pedía, si sería posible, recibir todas las mañanas, a la hora del desayuno, un papel con las instrucciones para su comportamiento durante las veinticuatro horas siguientes puesto que si el Papa era infalible, y los obispos tenían el Espíritu Santo, podían entonces perfectamente decidir lo que cada católico debía hacer para ser fiel a los mandamientos y a la Iglesia, y de este modo se eliminaría toda incertidumbre y los católicos tendrían asegurado el camino del cielo.
Ya digo, no sé si esta historia tiene algo de verdad. Pero, sea como fue pienso que el deseo del personaje se parece al (deseo) de muchos de nosotros de detener claras las leyes, normas y comportamientos que hay que seguir, una especie de recetario que diga lo que hay que hacer, de modo que una vez realizado uno pueda quedar ya tranquilo[1].
Las palabras de Jesús no van por ahí. El que acepta seguir el camino de Jesucristo –el creyente; como tú, como yo- no funciona a base de hacer esto o aquello, para quedar así tranquilo. Eso sería conformarse con el comportamiento de los doctores de la ley y fariseos y –ya lo hemos oído- así no hay entrada en el reino de los cielos. Si llegara a hacerse realidad lo que pedía el personaje inglés, si su obispo o el mismo Papa le llegaran a decir lo que tenía que hacer desde la hora de levantarse hasta la de acostarse, y el hombre lo hiciera y así quedara satisfecho pensando que ya había cumplido, no entraría en el Reino de los cielos. Porque el programa de Jesús, el Camino, es otra cosa.
El Señor no dice: “Además de la ley de no matar, yo os doy otra ley que también tenéis que seguir”: Ni dice: “Además de la ley de no cometer adulterio, yo os doy otra ley sobre los buenos y malos pensamientos”. Jesús no da nuevas leyes, sino algo más profundo: decirnos que no basta con cumplir la ley de no matar, sino que se trata de quitar de nuestro corazón y de nuestro modo de actuar todo lo que pueda hacer daño al hermano. Y para esto no existen límites, no se puede decir “hasta aquí y basta. Listo” sino que se trata de buscar el ideal de vivir plenamente al servicio de los demás y esforzarnos siempre para resolver las tensiones y los distanciamientos, aunque pensemos que la razón está de nuestra parte. Y va aún más allá: si ante el altar recordamos que alguien tiene alguna queja contra nosotros –y no sólo si pensamos que la culpa es nuestra, sino ¡siempre!-, hay que hacer lo que sea para recomponer la unidad, hay que esforzarse para que las cosas puedan llegar a funcionar bien, hay que deshacer malentendidos. Hay que caminar, en definitiva, en la búsqueda del amor pleno, de la unidad plena. Y como sabemos que no lo conseguiremos nunca en la tierra, no podemos decir que ya hemos cumplido.
Esta enseñanza del Señor –o actitud de vida- alcanza a cada dimensión de nuestra vida. Existe un ideal que hay que luchar por alcanzar y al servicio del cual hay que ponerlo todo. Y lograr esto exige esfuerzo, esfuerzo de verdad. Y no sólo el esfuerzo de no ponerse en ocasiones demasiado fáciles con otros hombres o mujeres, sino también el esfuerzo de entender y preocuparse el uno por el otro, de ser capaces de decirse las cosas. Es un esfuerzo que nunca termina. No podemos quedar satisfechos porque cumplimos eso o aquello. Si hay algo difícil de medir es el espíritu humano; si hay algo complicado de juzgar es la propia interioridad o espiritualidad. De internis neque Ecclesiae iudicat, reza el viejo adagio[2].
Quizá sea el momento –al llegar la noche, antes de dormir- de dejar de pensar en “¿Hice todo lo que mi cuadriculada y perfecta agenda me indicaba que tenía qué hacer?” y más bien empezar a pensar “¿Me siento amado por mi Dios Creador y Providente?” ■
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