El Bautismo del Señor

Con la muerte de los últimos profetas, se había extendido en el judaísmo tardío el convencimiento de que el pecado de Israel había alejado el Espíritu de Dios de los suyos. Dios guarda un largo y profundo silencio y el pueblo sufre. Los cielos permanecen cerrados e impenetrables. Los hombres caminan tristes a través de una tierra sin horizontes.

La escena del Bautismo de Jesús narrada por los evangelios significa una noticia revolucionaria para los primeros creyentes. El cielo se abre y el Espíritu de Dios desciende de nuevo sobre los hombres. La lección que atraviesa toda la liturgia de éste Domingo es sencilla y fácil de comprender: la vida no es algo cerrado; se nos abre con la presencia del Señor un horizonte infinito.

La Navidad se quedó ya atrás. Muchos nos habremos quedado en la corteza artificial al no profundizar lo suficiente en el misterio, en la gran noticia: el cielo se ha abierto. Dios está con nosotros. Y afortunadamente ésta es la gran verdad que no se termina con estas fiestas. Oculto para unos, desconocido para muchos, Dios está con nosotros. No el dios frío de la razón, no el dios distante del puro misterio, sino un Dios hecho carne, hermano y amigo.

Esta solidaridad de Dios con los hombres pone el cimiento más profundo que podemos concebir a la solidaridad y fraternidad entre los hombres, y la esperanza más viva que puede alimentar la tierra.

Por eso, las luces y estrellas de nuestra navidad no hacen sino iluminar con más fuerza la contradicción en que vivimos tantos cristianos, encerrados en nuestro propio egoísmo, demasiado alejados de un Dios Padre y demasiado extraños a los que no viven para nuestros intereses.

Es fácil cantar villancicos en un hogar caliente y después de una buena cena, a un Jesús de barro. Es más difícil vivir compartiendo lo que uno es y tiene con ese Jesús de carne que son los desheredados de la tierra, aquellos que rechaza la sociedad o “los que no reciben formación” [¡ay desdichada frase!]

La celebración de la Navidad –cuyo ciclo se cierra con esta fiesta del Bautismo del Señor- no es una euforia pasajera entre copas de champán, sino aprovechar el momento para alimentar la alegría interior y la esperanza en la cercanía de un Dios que está presente en nuestro vivir diario. No disfrutando sin límite alguno de los excesos de la sociedad consumista, sino aprendiendo a compartir con sencillez los gozos y sufrimientos de la gente.

Celebramos la navidad trescientos sesenta y cinco días al año siempre que dejamos nacer a Dios en nuestra vida y bautizamos nuestro vivir diario con el Espíritu que animó a Jesús ■ 

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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