Nochebuena

A lo largo de la historia de la salvación, repetidas veces se ha acercado Dios a los hombres para decirnos que no tengamos miedo, y el evangelio de ésta noche es un ejemplo de ello[1]. Ya el ángel había dicho a María: ¡No tengas miedo!

¿Qué significa el miedo en la vida del hombre? Miedo de Dios y miedo de los hombres, miedo de un peligro y miedo de un exceso de esperanza, miedo de sentirse solo y miedo de saberse demasiado amado. El miedo es una sensación que tenemos ante cualquier cosa que haga peligrar nuestro equilibrio, exterior o interior. El miedo viene de una causa externa, pero en último término siempre es de mí y por mí por lo que tengo miedo: temo no estar a la altura de lo que se me pide, o temo tener que ponerme a esa altura. El miedo es algo así como una compasión propia[2].

José no se atreve a tomar a María como esposa. Es un hombre justo, intuye un misterio y tiene miedo de entrar en él. Miedo del misterio. ¿Miedo también de las responsabilidades? Dios se nos manifiesta por caminos inéditos. Dios es –vamos a decirlo sin mucho rigor lingüístico- indomesticable.

Permitir la entrada de Dios con todo su misterio en nuestras vidas quiere decir exponernos a sorpresas continuas, renunciar a nuestras seguridades, tener que cambiar nuestra tendencia a la táctica por el don gratuito de la esperanza. Significa dejar nuestras pequeñas pero palpables riquezas y ponernos pobres y sin experiencia a merced del Señor, que es libertad suprema.

José había hecho sus planes. Siendo hombre justo, se imaginaba seguir caminos de justicia y de amor. Como cualquier joven, había escogido una esposa. Sin ambición de ningún tipo, veía la vida en Nazaret con una serena tranquilidad: trabajar y amar, formar una familia en el temor de Dios y en la práctica de la Ley, llegar a una vejez venerable y, bendecida por Dios y por los hombres, volver al lugar de sus padres. Hijos y nietos bendecirían su memoria y perpetuarían a lo largo de las generaciones sus nombres. Con María, su esposa, sucede también algo incomprensible. Y tiene miedo, porque ve la mano de Dios demasiado próxima. Instintivamente quiere volverse atrás, para bien de María y suyo propio. Hasta que el Señor le aclara lo que está ocurriendo y, destruido el miedo, le prepara para, sí, introducirse en el misterio. El misterio de Dios.

Hoy muchos sentimos miedo ante la Navidad ¿o acaso no hemos sentido nunca miedo ante una de esas interrupciones de Dios en nuestra vidas? Cada Navidad puede ser una. Humanos al fin hablamos mucho de la alegría de la Navidad, de su ternura significada por el niño que nace, pero ¿hemos pensado nunca que todo niño que nace, gozo y ternura, es también motivo de miedo para los padres? Todo niño es un misterio y comporta unas responsabilidades y no permite que nos tracemos caminos demasiado fáciles.

No es malo hablar del miedo de la Navidad. Porque la Navidad es el primer paso en el camino que nos debe conducir a una participación viva en la historia de salvación. El niño que vemos nacer es el hombre que veremos morir dentro de no mucho tiempo.

En la Navidad, los ángeles cantan la gloria de Dios; luego la tierra se resquebrajará en protesta por el gran ultraje. Si estamos atentos, Navidad significaría cargar con unas responsabilidades y entrar en un misterio indescifrable. Dejarnos penetrar por la Navidad significa entrar de lleno en la lucha por la justicia. Y eso da miedo.

Pero ahí es cuando aparece la palabra que hemos oído en el evangelio: José, hijo de David, ¡no tengas miedo! La razón para no tener miedo nace del misterio mismo de la Navidad. El niño que nos ha de nacer llevará el nombre de Emmanuel: Dios-con-nosotros. Y Dios-con-nosotros siempre es prenda de salvación. Una salvación que nos llegará por caminos inéditos, que deberemos trabajar con nuestro esfuerzo, siempre sometidos a sorpresas. Ése no tengas miedo del evangelio es pues un grito de esperanza, de esa esperanza que, por venir de Dios y por aferrarse como un ancla al misterio de su amor, nunca nos engaña ■


[1] Misa de la vigilia.
[2] Cfr M. Estrade, Misa Dominical, 1974, n. 6

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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