III Domingo de Adviento (a)


Juan Bautista tenía sus propios discípulos sin embargo sabía bien que no debía, digámoslo así, quedárselos sino más bien ponerlos delante de aquél que tenía que venir, por eso en un momento determinado toma la decisión de enviar a sus discípulos a Jesús para hacer la Pregunta, así con mayúscula: ¿eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?

Contemplar con detenimiento ésta escena puede ayudarnos a muchos de nosotros que nacimos cristianos y lo hemos seguido siendo sin demasiadas preguntas: nos bautizaron sin pedirnos opinión porque, cuando lo hicieron, no podíamos dar razón alguna y sin apenas preguntar nada hemos ido caminando por el camino de la «práctica religiosa»: Primera comunión, Confirmación, Matrimonio, misa del Domingo, etc. Muchos podemos incluso llegar al final de nuestros días sin haber preguntado al Señor si es Él quien tenía que venir y haber tomado una decisión personal sobre dónde poner nuestra fe.

Y es que la sola práctica religiosa no es la fe. La fe va mucho más allá. La fe es una vida, y como toda vida exige un fundamento un punto de apoyo, una piedra angular[1]. De ahí la importancia de la escena que hoy nos presenta el Evangelio, de la importancia de reflexionar para llegar hasta Él y saber si es Él quien esperamos y es Él con quien debemos caminar el resto del camino.

Este tiempo de Adviento que ahora vivimos no es otra cosa que la preparación para iniciar ese camino reflexivo que debe conducirnos a Cristo porque la Iglesia anuncia, una vez más, la llegada del Señor. Sería lamentable que perdiéramos la oportunidad de acercarnos al Niño, como se acercaron los discípulos de Juan a Jesús, para preguntar si es Él quien inaugura una época nueva en la que se hace posible que el desierto y el yermo florezcan. Sería muy triste que esa venida anunciada fuera, una vez más, frustrante como quizá han sido tantas venidas de Jesús no vividas y dejándonos arrastrar simplemente por el entorno social.

Quizá los discípulos de Juan no entendieron por completo la respuesta del Señor, respuesta que tampoco nosotros hemos desvelado por completo; lo cierto es que Juan les pone en una encrucijada y ellos toman una decisión: la de acercarse a Jesús y no seguirle sin preguntar, sin tener razones para fundamentar su fe y luego para hablar de su esperanza[2].

Esta decisión de los discípulos de Juan cobra hoy una especial importancia: no tenemos un ambiente social que favorezca un cristianismo cómodo y de inercia. No estamos en los gloriosos días del edicto de Milán[3]. Hoy no vale ser cristiano porque lo son los papás o lo aprendimos en el colegio o porque alguien empuja a ello. Hoy, para ser cristiano, es inevitable tomar una decisión, ponerse en camino y preguntar como lo hicieron los discípulos de Juan, sabiendo que la respuesta de Jesús no da lugar a equívocos: los que quieran seguirle deben esforzarse, como Él, para que los ciegos vean, los cojos anden, los leprosos queden limpios y los pobres sean destinatarios de la mejor noticia[4].

Y todo esto no se hace desde la comodidad ni la indiferencia, sino desde el compromiso, el riesgo y, siempre, desde la lucha con uno mismo. Por eso precisamente la Iglesia nos propone éste tiempo de Adviento, por eso es necesario, más que nunca, acercarnos a Jesús y tener la certeza de que caminamos a su lado; junto a Él no nos debilitaremos aunque el contexto social se vaya descristianizando, junto a Él no cabe el temor y mucho menos la tristeza ■


[1] Cfr Sal 118.
[2] Cfr 1 Pe 3,15-16.
[3] El Edicto de Milán (en latín, Edictum Mediolanense), conocido también como La tolerancia del cristianismo, fue promulgado en Milán en el año 313, por el cual se estableció la libertad de religión en el Imperio romano, dando fin a las persecuciones dirigidas por las autoridades contra ciertos grupos religiosos, particularmente los cristianos. El edicto fue firmado por Constantino I el Grande y Licinio, dirigentes de los imperios romanos de Norte y Sur, respectivamente. En el momento de la promulgación del edicto, existían en el Imperio cerca de 1.500 sedes episcopales y al menos de 5 a 7 millones de habitantes de los 50 que componían al imperio profesaban el cristianismo.1 Después de la aprobación, se inició la etapa conocida por los historiadores cristianos como la Paz de la Iglesia.
[4] Cfr Mt 11, 5. 

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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