Quizá deberíamos sentir mucho más simpatía y atracción por el publicano del evangelio, ese hombre corriente, inmerso en las dificultades de la vida, en roce constante con el mundo y sus tentaciones, que no practica demasiado la religión pero que sabe encontrar a Dios en la vida y en la comunión con los hombres. Y al mismo tiempo ser conscientes de que el Señor no alaba la situación humana, la indigencia moral, la escasa práctica religiosa del publicano; más subraya su humildad, su arrepentimiento y la abstención de juzgar en su corazón. Esto último será lo que le justifique, lo que le haga volver a casa con el sentimiento profundo del perdón de Dios.
Tampoco condena Cristo al fariseo por ser una persona religiosa, por llevar una vida moral digna, por practicar fielmente el ayuno y el diezmo. Lo que critica en él es su (amargo) espíritu de juicio que le lleva a pensar que su espiritualidad es la mejor, que tiene –por decirlo de manera un poco radical- el monopolio de la salvación. Únicamente porque juzga a los otros, volverá a casa con escasa seguridad de haber obtenido misericordia de Dios, por ello vivirá inquieto, angustiado.
Si nuestro Señor tuviese que repetir esta parábola hoy, con relación a algunos que se glorían de ser justos y que sienten desprecio hacia los demás, quizás podría hacer decir a los publicanos de nuestro tiempo: “Dios mío, te doy gracias porque YO (sic) no soy como otros que no dedican tiempo a su formación; que desconocen la liturgia de la Iglesia; y que además ¡leen a Paulo Coelho![1]. Te doy gracias porque yo no convivo con divorciados y vueltos a casar; porque soy cuidadoso con mis amistades, y porque hago oración para que el padre de la parroquia alcance la formación que tanto le hace falta al pobrecillo...”. Seguramente que en nuestra parábola el publicado moderno no volvería a casa justificado.
Nuestro Señor quiere librarnos del juicio sobre nuestros hermanos. Cristo no está de mejor grado con los publicanos que con los fariseos; está, eso sí, con los humildes, con los que se arrepienten y no juzgan jamás a los otros.
En el otro extremo está quien afirma que la vida cristiana no tiene nada que ver con la religión, con las actitudes religiosas tradicionales que tanto obstaculizan la penetración del evangelio en el mundo. Son los mismos que sugieren una vida cristiana sin elementos religiosos, consistente únicamente en la presencia en el mundo. Para ellos Cristo habría condenado la religión tradicional en el fariseo y habría puesto en honor, en el publicado, el mundo no-religioso, que puede llegar a la fe sin la práctica religiosa tradicional.
El Señor condena la actitud de juicio de una postura cristiana respecto de otra. En efecto, la fe cristiana no debe ser confundida con una actitud religiosa, pero tampoco es simplemente a-religiosa, es decir, Jesucristo está por encima de estas opciones humanas y abraza tanto al hombre religioso como al no-religioso, al fariseo y al publicano, al tradicionalista y al moderno, e invita a que no se juzguen uno al otro, a que se vean más bien como complementarios y no como adversarios en el servicio de Cristo y de la Iglesia.
Habría quizás una tercera manera de escribir la parábola, en la que tanto el fariseo como el publicano darían gracias a Dios el uno por el otro, pues ambos se sentirían débiles sin el otro y completados mutuamente. De esta forma, uno y otro podrían volver a casa justificados, a pesar de ser tan diferentes, en paz con Dios y con ellos mismos.
Jesús nos da la paz no en razón de nuestras opciones humanas, sino en la medida de la fe que nos compromete en la humildad, una humildad que es abstención de juzgar.
La violencia humana se escuda frecuentemente en los cristianos, en las tensiones actuales en el seno de la Iglesia. Hemos de promover la no-violencia, no solamente entre los hombres, sino también y primeramente entre los cristianos de diversas tendencias. ¿Cómo podremos proclamar a los hombres el evangelio de la reconciliación y de la paz, si no la vivimos intensamente entre nosotros?
Hemos de desarrollar y conservar nuestra actitud de perdón. El que es incapaz de perdonar, es también incapaz de amar. Es imposible dar el primer paso en el amor a los enemigos, sin haber aceptado primeramente la necesidad, renovada sin cesar, de perdonar a los que nos infligen el mal o la injusticia. El perdón es un catalizador que crea el clima necesario para un nuevo punto de partida, para un nuevo comienzo para el nacimiento y crecimiento del amor humano y el amor de Dios ■
[1] Paulo Coelho (Río de Janeiro, 24 de agosto de 1947) es un novelista brasileño cuyas obras han tenido gran difusión. Durante su infancia recibió educación católica al haber estudiado en un colegio de la Compañía de Jesús. Aunque sus obras no han sido en absoluto declaradas como inconvenientes por el Magisterio de la Iglesia, reflejan un vago espiritualismo en el que se mezclan argumentos iniciáticos con mensajes de las filosofías orientales, del esoterismo y de la religión católica.
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