XXIV Domingo del Tiempo Odinario (C)

Las películas de buenos y malos no han pasado del todo de moda como más de alguno pudiera afirmar o al menos el esquema se quedó anclado en nuestra cruel e injusta manera de clasificar a los hombres en buenos y malos. Los malos, por supuesto, son siempre los otros: los comunistas, los de izquierdas, los no casados por la Iglesia, los que protestan, los alcohólicos, las personas homosexuales, los depresivos, los agnósticos, los apóstatas, las madres solteras, las novias de hombres divorciados, los sacerdotes que tropiezan y caen y, en fin, gente de mala vida. En una palabra, los que no son como nosotros. Los buenos somos nosotros: los católicos, los que hemos recibido formación, los –¡ay frase tan desafortunada!- aristócratas del amor.

Así, con este estúpido razonamiento, nos sentimos justificados por contraste con los oficialmente calificados como malos, sobre cuyos hombros solemos cargar sus pecados y los nuestros propios. Y así, nos resistimos al cambio, a la conversión. ¡Que cambien ellos! Pero si llega hasta nosotros el rumor de que han cambiado, lejos de alegrársenos el corazón, nos consume la envidia.

Y cuando el Evangelio nos presenta el gozo por la conversión del pecador sentimos que el suelo falla bajo nuestros pies. Seamos honestos: suele causar incomodidad que aquellos a los que habíamos encasillado entre los malos, no sean tan malos como nuestro prejuicio exageraba. Fastidia porque toda nuestra bondad consistía en ser distintos de "esos". Fastidia, sobre todo, porque su cambio pone de manifiesto que nosotros no andamos por los mismos caminos de conversión y penitencia. No hemos querido comprender que buenos y malos no son dos clases de personas –¡qué cómodo resulta ese encasillamiento!- sino dos alternativas en la vida de cualquier persona. Todos somos buenos... a veces; pero, ¡ay!, a veces, todos somos malos.

La diferencia está en que hay pecadores que se reconocen por tales y quieren cambiar y cambian y provocan el gozo del cielo. Mientras que hay pecadores que se tienen por buenos y no quieren cambiar y no se arrepienten y roban al cielo la alegría.

El evangelio de hoy nos presenta la mujer que abandona el tesoro de sus monedas para buscar una que ha perdido. Sólo se preocupa de la moneda extraviada y se fatiga buscándola. Esta mujer es la esposa de Cristo, es la Iglesia, madre nuestra. Nosotros, los redimidos, somos su precioso tesoro, la diadema nupcial de su cabeza que es Cristo. La Iglesia busca entre nosotros al que está perdido por causa del pecado; busca en nosotros el pneuma que, quizás nos ha abandonado por haber pecado, o cuyo brillo se ve por lo menos  empañado.

La Iglesia enciende la lámpara de su doctrina y la hace resplandecer en nuestro corazón a través de la Sagrada Escritura y de la liturgia: sólo así nos volveremos a dar cuenta de lo que hemos perdido y seremos capaces de hallarlo de nuevo.

¡Consoladora realidad la de la misa de hoy! Cristo viene con la Iglesia y no pregunta por nuestra riqueza, sino que busca el bien que hemos perdido. Cristo se ofrece al Padre y la Iglesia presenta su sacrificio, en bien de los que están perdidos, para perdonar nuestros pecados.

Cuando, sobre el altar, se verifica el sacrificio y nosotros participamos en él con todo nuestro ser, es entonces cuando nos volvemos a encontrar a nosotros mismos y Cristo nos encuentra de nuevo, por muy lejos del redil del Señor que hayamos podido situarnos durante la semana transcurrida.

En la celebración de la Eucaristía somos todos vueltos a hallar, y a cada uno se nos devuelve el don del Espíritu Santo perdido o extraviado. Entonces el rebaño de Cristo vuelve a estar completo, el tesoro de la Iglesia está intacto: Alegraos conmigo, clama el Señor, y su esposa le hace eco: Alegraos conmigo. Y después del sacrificio que nos ha conducido a la unidad cuando nos encontrábamos extraviados, todos podemos comprender perfectamente el sentido de las palabras del Señor que la Iglesia hace propias: los ángeles de Dios se alegran por un solo pecador que se arrepiente[1].[2]


[1] E. Löhr, El año del Señor, el misterio de Cristo en el año litúrgico II, Ediciones Guadarrama, Madrid 1962, pp. 248 s.
[2] Lc 15, 10. 
Ilustración: D. Feti, La parábola de la dracma perdida (1618-1622), óleo sobre madera (44x55cm), Dresden, Germany. 

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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