Vanidad de vanidades, todo es vanidad[1]. Son éstas las palabras que repite uno de los libros más extraños del Antiguo Testamento: Eclesiastés[2]. El autor es un judío que, podríamos decir, tiene una actitud un tanto pesimista: repasa todos los aspectos de la vida humana y siempre halla limitación, engaño, desgracia. El hombre es visto como un iluso que se esfuerza por tener más, por ser más... pero la conclusión que descubre el autor del Eclesiastés es escéptica, es pesimista: Vanidad sin sentido.
Y como sucede con cualquier pesimista profundo, el mismo Dios y su acción en nosotros son incluidos en la visión pesimista.
Miles de años después de que el autor del Eclesiastés escribiera su obra, quizá los cristianos seguimos siendo pesimistas respecto al hombre, y por lo tanto con respecto a Dios. No creemos en aquella afirmación fundamental –previa en el tiempo- al Eclesiastés: Dios vio que todo era bueno[3]. O lo que es lo mismo no creemos realmente en la acción de Dios en la vida de cada uno.
Es bueno detenerse de vez en cuando y preguntarse de qué sirve todo lo que hacemos, si no es un intento inútil, casi grotesco, esta pretensión humana de conseguir la felicidad. Hace no muchos años hubo un momento en la vida de quien esto escribe en que caí en la cuenta de una manera sobrecogedora que en materia de fe y costumbres había equivocado el camino. Estaba norteado y muy solo. Ni la religión, ni Dios, ni la santidad, ni las devociones que tenía habían conseguido que fuera el que quería ser. Excepto la apariencia, y el maquillaje de las palabras, casi todo era mentira en mi. Debía de tomar una decisión por mi mismo a los treinta y tantos, cosa que no había hecho antes. A los vanidosos quedar mal nos cuesta mucho. Sabía lo que debía de hacer, y qué era lo correcto. Lo que quería expresar, aunque no supiera hacerlo, era lo siguiente: sé quién quiero ser, sé quién debo de ser, y voy a empezar por no hacer nada. No quiero ser bueno, ni quiero ser santo. Comenzaré desde el principio. ¿Y cuál era el principio?: dejarme querer. Si Dios existe, y Dios es Padre, le va a tocar a Él actuar en mí. Y así comencé a caminar. En un Starbucks Coffe, por cierto. Poco tiempo después nació la gratitud como forma de oración, sin fórmulas. Y esa gratitud nacía de contemplar el amor a mi alrededor. Un amor que no había visto nunca antes. Antes me hablaban de amor, incluso me glosaban el amor, y no era amor eso la mayoría de las veces. No. No lo era. El que descubrí en aquella época era un amor que nunca se definía a sí mismo y, probablemente, no sabía expresarse: eran personas que estaban muy lejos de los caminos de santidad, y de la perfección, sin embargo, eran -son- oro puro. En aquellos meses me sentí, como Abraham, extranjero en tierra extraña, sin embargo tuve la suerte de encontrar personas que me hicieron sentir en casa. Así empezó todo. mi resurrección.
En la parábola que el Señor narra en evangelio éste domingo escuchamos una actitud que parece muy diversa, la del hombre seguro, que cree que su felicidad se identifica con lo que hace y tiene, especialmente con el poder de su dinero. Imagina que durará siempre, que es capaz de conseguir lo que quiere.
Pesimismo y arrogancia ¿No es verdad que muy a menudo los hombres somos una curiosa mezcla de estas dos actitudes? Por una parte, autosuficientes, seguros, como si la felicidad fuera algo que podemos comprar y asegurar; y por otra, pesimistas, desengañados, creyendo que nada vale la pena y la vida no tiene sentido.
¿Y no es verdad que la sociedad ha conseguido un explosivo coctel de estas dos actitudes? Por una parte, quiere infundir seguridad, confianza, como si tuviera la fórmula de la felicidad, pero a la vez se siente inquieta, desconcertada, sin rumbo, sin proyecto de vida con sentido, pasando de crisis en crisis.
¿Hay una respuesta cristiana ante todo esto? Sí. Sin duda. La respuesta cristiana no es ninguna fórmula mágica. Es una fe para caminar. Es lo que escuchamos en la segunda de las lecturas: Despojaos de la vieja condición humana, con sus obras, y revestíos de la nueva condición, que se va renovando como imagen de su creador[4].
La respuesta cristiana es, por tanto, abrirse a la vida de Dios, que es don del Padre, que se manifiesta en Jesucristo, que impulsa en nosotros el Espíritu. Y esto lo cambia todo. Lo hace todo nuevo, distinto. Fácil no es, pero es al mismo tiempo la Buena Noticia del Señor. Su evangelio nos anuncia la vida de Dios presente en nosotros pero no en nuestra riqueza, o en nuestro egoísmo, sino en nuestro amor, en nuestra lucha por la justicia, en todo aquello que es Dios en nosotros.
Ni pesimistas, porque Dios vive en nosotros, ni seguros, porque todo es gracia. La respuesta cristiana está resumida en la últimas palabras de la carta de san Pablo; porque Cristo es la síntesis de todo y está en todos. Es una fe para caminar[5] ■
[1] Qo 1, 1.
[2] El Libro del Eclesiastés (griego εκκλησιαστης, Ekklesiastés, hebreo קֹהֶלֶת, Qohéleth, "eclesiasta", "asambleísta" o "congregacionista"), a veces conocido como el Libro del Predicador, forma parte del Antiguo Testamento, y también del Tanaj, perteneciente al grupo de los denominados Libros Sapienciales, o de enseñanzas. En el Tanaj judío se ubica entre los Ketuvim (o los "escritos"). En el ordenamiento de la Biblia, Eclesiastés sigue a los Proverbios y precede al Cantar de los Cantares, mientras que en el Tanaj se encuentra entre estos dos mismos libros, pero en orden inverso: le antecede el Cantar de los Cantares, y le sucede el de Proverbios. No debe confundirse con el Libro del Eclesiástico, el cual es otro libro sapiencial del Antiguo Testamento, de nombre similar.
[3] Gn 1, 11.
[4] Cfr Col 3, 1-5. 9-11.
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