La interpretación tradicional, que presenta a Marta y María como símbolos de la vida activa y de la vida contemplativa respectivamente, ha hecho que este pasaje sea ininteligible para muchas personas.
La verdad es que, puestas así las cosas, difícilmente se puede encontrar en el relato otra cosa que no sea una descalificación tajante de la vida activa puesta en boca de Jesús. Santa Teresa, con su habitual simpatía, solía decir que si todos hiciésemos como María, Jesús se quedaría sin comer. Es obvio que el sentido tiene que ser otro que tenga más coherencia con el resto del evangelio. Además, ¿es que no fue activa la vida de Jesús? ¿No son palabras suyas que los zorros tienen madriguera fija y los pájaros nido, pero que él estaba siempre en marcha de un sitio para otro?[1]
Si prescindimos de viejos prejuicios en la lectura, seguramente entenderemos éste momento del evangelio de forma distinta: el Señor va a casa de sus amigos a platicar, a convivir, a intercambiar pequeñas pero emotivas noticias.
Marta se esfuerza en preparar una comida especial (algo más complicada de lo normal) porque hay huésped, lo que supone que no puede estar hablando con el Señor a pesar de lo mucho que le gustaría. Si María ayudase, acabarían antes y se podrían sentar todos para conversar. Jesús se da cuenta y le dice a Marta que no se complique, que haga cualquier cosa para comer, porque lo importante, lo mejor y lo más agradable es relacionarse en un ambiente de plena amistad. El no ha ido allí para comer, sino para estar con sus amigos. Jesús distingue entre la hostelería y la hospitalidad. A comer se va al restaurante, a convivir vamos a casa de los amigos. Hogar no es donde vivo, sino donde me comprenden. No se descansa en una silla, sino en un amigo. El nombre de Betania tiene desde entonces para los cristianos el significado de lugar de amigos.
Al mismo tiempo, al contemplar las prisas y los nervios de Marta hemos de tomar conciencia del ritmo con que se mueve nuestra sociedad y nosotros mismos, que formamos parte de ella. Más que vivir, parece que estemos participando en pruebas de velocidad. Bebemos mucho, pero sin saborear. Vemos, hablamos y oímos tan de prisa que el gozo de vivir se nos escapa. Nos hemos convertido en turistas superficiales de nuestra propia existencia. No vivimos, nos viven. Y por si lo anterior fuera poco, no disfrutamos de la vida que Dios nos da. En ciertas espiritualidades se muestran serias reticencias a la palabra placer. Se identifica el contenido del término con abuso o desviación. Sin embargo, el disfrutar sanamente de la vida ilumina los rostros, serena el mundo interior de las personas, da optimismo y ánimo, permite maravillarse y, casi siempre ayuda a contemplar el misterio.
El evangelio de éste domingo describe, pues, a Marta y a María: una y otra sintetizan la verdadera acogida. No se trata de oponer una y otra actitud. Son dos acciones necesarias. Nuestro peligro es crear disyuntiva, o eso o aquello. El verdadero mal es la ansiedad. Y puede haber tanta ansiedad en escuchar como en obsequiar. En el fondo de cualquier realidad humana siempre se halla la actitud, y ésta –lo que hay en el corazón del hombre- debe ser la acogida gratuita, generosa del otro, del visitante. Es el amor.
Uno de los autores que más bella y profundamente ha escrito sobre el amor es E. Fromm[2]. En una de sus mejores obras profundiza sobre la verdad del amor y sobre la contemplación, y afirma: «Se considera pasivo a un hombre que está sentado, inmóvil y contemplativo, sin otra finalidad que experimentarse a sí mismo y su unicidad con el mundo porque no "hace" nada. En realidad, esa actitud de concentrada meditación es la actividad más elevada, una actividad del alma, y sólo es posible bajo la condición de libertad e independencia interiores». Y añade: «Sin duda, ser capaz de concentrarse significa poder estar solo con uno mismo –y esa habilidad es precisamente una condición para la capacidad de amar».
Paradójicamente, la capacidad de estar solo es la condición indispensable para la capacidad de amar. Fromm no alude a este pasaje del evangelio, pero parece estar pensando en él: no es pasiva una mujer que «está sentada, inmóvil y contemplativa» escuchando al Señor, sino que esa capacidad de concentrarse «es la condición indispensable para la capacidad de amar».
No se trata, por lo tanto, de interpretar las palabras del Señor como una llamada a la inactividad, a un espiritualismo desencarnado que se abstrae de las exigencias concretas que la vida nos marca. Llama la atención que este episodio de las dos hermanas esté a continuación de la parábola del buen samaritano. Es precisamente san Lucas es el evangelista que más subraya la oración de Jesús. Podemos aplicar al Maestro la misma frase de Fromm: la capacidad de Jesús para estar a solas, en oración filial a su Padre, fue precisamente la condición indispensable para su capacidad de amar. Jesús fue el buen Samaritano, el que se dejó conmover por el dolor de los hombres, pero fue también el que se pasaba las noches en oración[3]. Fue la aparente pasividad de su oración la que le llevó a la actividad de una vida entregada como «el hombre para los demás».
J. L. Martín Descalzo dejó, como su obra última, el Testamento del pájaro solitario, en que narra una experiencia de niño cuando su madre le llevó un día a una catedral: «Recuerdo que mi madre apretaba mi mano, como abrazando mi alma y me decía: "Mira, aquí está Dios", y que tenía temblor su voz cuando lo mencionaba. Y yo buscaba al Dios desconocido en los altares, sobre la vidriera en que jugaba el sol a ser fuego y cristal. Y ella añadía: "No le busques fuera, cierra los ojos, oye su latido. Tú eres, hijo, la mejor catedral"».
¿Tendremos tiempo, en estas semanas de descanso del verano y en nuestra vida, para cerrar los ojos y oír el latido de un Dios, que llevamos dentro, como en una catedral o en una ermita, «más íntimo que mi mayor intimidad»?[4].
Necesitamos la contemplación para que haya menos cabezas perdidas y más corazones llenos ■
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