XII Domingo del Tiempo Ordinario

Junio del 2010. El tiempo sigue pasando rápidamente, y los niños se van haciendo adolescentes y jóvenes. Hoy, XII Domingo del tiempo ordinario y día del padre, es buen momento para preguntarnos con sinceridad delante de Dios si realmente estamos comprometidos a ofrecer a éstas nuevas generaciones la posibilidad de un encuentro real con el Señor. Y para esto es esencial dales el evangelio, ése conjunto de historias que narran los [maravillosos] encuentros de Jesús con las personas más diversas: la Samaritana[1], la mujer adúltera[2], Zaqueo[3], Marta y María[4], el joven rico[5], los discípulos de Emaús[6]. Cada página no sólo insinúa un encuentro, sino que refiere hasta los mínimos gestos y las palabras de Jesús y las reacciones más profundas de aquellos hombres y mujeres que se encuentran con el Señor.

El primer impulso parte siempre de Jesús. Él tiene la iniciativa y provoca el encuentro. Entra en una casa, se acerca al pozo donde una mujer va a buscar agua, se para ante un recaudador, dirige la mirada cariñosa hacia quien ha subido a un árbol para verle; se junta a quien está recorriendo un camino. De sus palabras, de sus gestos y de su persona emana una fascinación que envuelve a su interlocutor. Es admiración, amor, confianza y atracción.

Para muchos el primer encuentro se transformará en deseo de escucharle más todavía, de hacer amistad con Él, de seguirle. Se sentarán en torno a Él para interrogarle[7], le ayudarán en su misión, le pedirán que les enseñe a orar[8], serán testigos de sus horas felices y dolorosas. En otros casos el encuentro termina con una invitación a un cambio de vida[9].

Este encuentro al que debemos ayudar a llegar a nuestros jóvenes y niños es misterioso e incomprensible como el amor humano: lo es aún más, porque el Señor afirma que nadie viene a Él si el Padre no lo atrae[10]. Por eso el encuentro no aparece como una casualidad ni como habilidad de las personas, sino precisamente como don de Dios. Para cada joven la fe personal comienza en el momento en que Jesús se le manifiesta y presenta como respuesta a muchas de sus preguntas interiores.

Sin embargo el encuentro momentáneo no basta. Crecemos en la fe en la medida en que este encuentro se convierte en conocimiento personal y adhesión permanente. La fe no es sólo sentimiento, fascinación o admiración por Jesucristo de la misma manera que el amor humano no es solamente enamoramiento. Hoy por hoy nuestros jóvenes se sienten satisfechos con un momento intenso y fugitivo.

A lo largo del Jordán, Juan ve pasar al Señor: siente la llamada y experimenta el sobresalto[11]. Le sigue, cultiva su amistad, se siente amado y cambia. Jesús se convierte para él en una compañía indispensable. Juan no entendería su existencia sin Él. Así, encontrarse con el Señor es referirse a Él para orientarse y optar, es deseo de oírle de nuevo, es caminar hacia Él, renovar la admiración, asumir su proyecto.

El encuentro con Jesús conduce a un cambio de mentalidad y a una orientación nueva, ¿nos preocupa el futuro de los niños y de los jóvenes? Comenzamos a hablarles ¡ya! de Jesucristo, y con Él de la pobreza, la paz, la dulzura de corazón, la justicia, la misericordia. Así y sólo así es que aprenderán a juzgar los bienes materiales, el amor humano, el uso del cuerpo, la relación con semejantes y extraños, los acontecimientos y el proyecto de Dios sobre ellos en su justa altura y profundidad.

Es tarea de papás y catequistas –y desde luego del sacerdote y de la parroquia- el provocar ese encuentro, sabiendo que el Espíritu y el Padre mueven cada joven a cada niño hacia Cristo que suscitará siempre una fascinación y una energía pero que deben ser sostenidas y motivadas.


La santísima Virgen sin duda ayudará como sólo ella sabe hacerlo si la invocamos con la confianza que nos da el saber que es Madre de Dios y el Auxilio de los cristianos ■



[1] Cfr Jn 4, 1-42.
[2] Id 8, 1-11.
[3] Cfr Lc 9, 1-10.
[4] Id 10,38-42
[5] Cfr Lc 18,24; Mt 19,23; Mc 10,23
[6] Cfr Lc 24, 13-35
[7] Cfr  Jn 1,38-39
[8] Cfr Lc 11,  1.
[9] Cfr Jn 8, 1-11
[10] Jn 15, 16
[11] Id 1, 33-36

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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