Solemnidad de Pentecostés


Un año más nos reunimos alrededor del altar para celebrar la solemnidad de Pentecostés, quizá el mejor día del año para meditar silenciosamente sobre el misterio de la Iglesia, sobre su fin que no es otro –aunque los periódicos digitales digan exactamente lo contrario- que mostrarnos a Cristo, llevarnos a Él y comunicarnos su gracia. En palabras del Cardenal de Lubac «Nunca se dará el caso, ni aún en las más altas cimas de la vida espiritual, de que pueda alguien llegar a tener tal conocimiento del Padre que en adelante le dispense  de tener que pasar por Aquél  que continúa siendo siempre y para todos el Camino y la Imagen del Dios Invisible. Esto mismo debe aplicarse a la Iglesia, cuyo fin es el mostrarnos a Cristo, llevarnos a El y comunicarnos su gracia. En menos palabras: la única razón de su existencia es la de ponernos en comunicación con El»[1]

Poco a poco hemos ido olvidando que la Iglesia es un proceso de reunión de los hombres con Dios, y que la realización personal del hombre –valga lo aparentemente frívola de la expresión- consiste en realizar en uno mismo la imagen de Dios que tiene el hombre desde su creación, imagen que fue destruida y desfigurada por el pecado. Es por ello que las relaciones entre los hombres han pasado a ser bruscas y hostiles. Sin embargo y para nuestra fortuna, día a día Dios reúne todo lo disperso bajo un nuevo principio: Cristo, el Dios hombre que al tomar la naturaleza humana restaura el orden interior de los hombres y de las cosas, reformando la imagen de Dios en los hombres, y todas las cosas re-encuentran su sentido.

Esta restauración en Cristo y por Cristo es ¡sorpresa! la misma Iglesia, es decir, volvemos a ser nosotros mismos incorporándonos a Cristo en la Iglesia.

Vamos a decirlo con valentía: si el mundo perdiera la Iglesia, perdería la redención. La Iglesia forma parte ineludible de la Economía de la Salvación.  «El que, cediendo a las sugestiones de un falto espiritualismo, pretendiera desembarazarse de la Iglesia como de un yugo, o prescindir de ella como de un intermediario engorroso, acabaría muy pronto abrazándose con el vacío o terminaría entregándose a dioses falsos[2].

Es verdad que la Iglesia pasa por una crisis, que hay cosas que no están bien o que por años se han descuidado. «Los ataques al Papa y a la Iglesia –es la voz del Santo Padre- no sólo vienen de fuera, sino que los sufrimientos de la Iglesia proceden precisamente de dentro de la Iglesia, del pecado que hay en la Iglesia.

»También esto se ha sabido siempre, pero hoy lo vemos de modo realmente tremendo: que la mayor persecución de la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia y que la Iglesia, por tanto, tiene una profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, de una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia. El perdón no sustituye la justicia. En una palabra, debemos volver a aprender estas cosas esenciales: la conversión, la oración, la penitencia y las virtudes teologales. De este modo, respondemos, somos realistas al esperar que el mal ataca siempre, ataca desde el interior y el exterior, pero también que las fuerzas del bien están presentes y que, al final, el Señor es más fuerte que el mal»[3].

Y aún con todo la santidad del cuerpo místico de Cristo brilla a través de su misma visibilidad. La santidad, como la catolicidad, es algo intrínseco a la Iglesia. Y esto se da independientemente de los méritos personales de los miembros de la Iglesia. Sabemos que la Iglesia, en este mundo, es y será una realidad en la que conviven santidad y pecado. No pensemos, como los donatistas, que hay un grupo de «perfectos» o de santos predestinados, mucho menos hagamos de la Iglesia “partecicas” como alguien ha dicho. La Iglesia es, en este mundo, y continuará siendo hasta el fin, una comunidad compleja: trigo mezclado con paja, arca que contiene animales puros e impuros[4], barco repleto de malos pasajeros que siempre parece que lo van a arrastrar al naufragio[5].

La mañana de Pentecostés es un buen día para recordar con San Agustín –y agradecerlo en la celebración Eucarística- que la Iglesia hace de los seres que reúne, es decir, nosotros, un solo todo. La humanidad es una, y la misión de la Iglesia es revelar a los hombres la unidad perdida; restaurarla y acabarla. Y la Iglesia es unificadora por una simple razón: ella es la Prometida, la esposa de Cristo. Gracias a su naturaleza es que no somos una mera federación de Asambleas locales, y mucho menos la simple reunión de quienes se han adherido al Evangelio y se juntan por exigencias del culto. Somos mucho más: somos el Pueblo de Dios, un pueblo que llora, que sufre, pero que también ríe y canta a la vez que camina por el desierto en busca de su Señor y del eterno lugar de descanso.

El Domingo de Pentecostés es un buen día para levantar la mirada hacia lo alto, hacia la Jerusalén celeste. Su belleza nos ha cautivado cada vez más intensamente. No la hemos contemplado como en sueños. No es que hayamos buscado una especie de refugio en alguna visión irreal que flota por encima de las nubes, huyendo así de la vulgaridad de las cosas de la vida cotidiana o de la tristeza que lleva aparejadas la existencia. La Iglesia se nos ha manifestado en su majestad real y en su esplendor celestial en la entraña misma de nuestra realidad terrena, en el seno de las oscuridades y de las torpezas que comporta inevitablemente la misión que realiza entre los hombres. La hemos amado con un amor creciente tal como es, no sólo en su constitución ideal, sino tal como se nos manifiesta a lo largo de su historia y, más especialmente, tal como se nos muestra en nuestros mismos días.

Hoy podemos decir –al menos yo lo digo con profunda emoción, porque además cumplo diez años de haber recibido el orden sacerdotal- al finalizar el tiempo Pascual y celebrar la fiesta del Espíritu Santo, que la Iglesia nos ha robado el corazón. Y por eso mismo, ya que el corazón habla al corazón[6], abrigamos la alegre esperanza de que también otros podrán encontrar una ayuda en aquello mismo que tanto nos ayudó[7]



[1] Henri de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, Desclee de Brouwer, Bilbao, 1964, p. 182. Henri de Lubac, uno de los principales pensadores de la corriente de la Nouvelle Theologie francesa, y uno de los intelectuales más grandes del pensamiento católico en el siglo XX,  nació en Cambrai, Francia, el 20 de febrero de 1896. En 1913, a los 17 años, ingresó como novicio en la Compañía de Jesús. Hubo de interrumpir sus estudios en 1917, cuando en razón de la guerra fue convocado al frente franco-alemán, donde fue herido. Posteriormente retomó la formación jesuítica, ahora en Inglaterra. Fue amigo de Auguste Valensin, que lo llevó a seguir las huellas del filósofo Maurice Blondel y del jesuita  Theillard de Chardin, entre otros. En 1929 es profesor de Teología Fundamental e Historia de las Religiones en la Facultad de Teología de Lyon. La preferencia por esta materia tal vez le venga de Bondel, y en el grupo de especialistas que se dedicaban a la misma estaban, entre otros, Chenú, Congar y Bouillard.
[2] Id., p. 183.
[3] Palabras del Santo Padre Benedicto XVI a los periodistas durante el vuelo a Portugal el Martes 11 de mayo de 2010. El texto completo puede consultarse en: www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2010/may/documents/hf_ben-xvi_spe_20100511_portogallo-interview_sp.html
[4] Citando a Orígenes y a Cipriano.
[5] El pecado no mancha la santidad de la Iglesia. Porque la santidad no es, en la Iglesia, mérito de sus miembros, sino cosa de Dios. Esta conciencia de pecado y santidad está ya en los primeros cristianos «Cuando las primeras generaciones cristianas, adoptando un término bíblico y paulino, hablaron de Iglesia de los santos no es que se forjaran el concepto orgulloso de una Iglesia, grande o pequeña, en la que sólo los puros tenían cabida, lo mismo que, cuando hablaban de la Iglesia Celestial no desconocían las condiciones de su existencia terrena . Tenían clara conciencia de que la Iglesia en sí no tiene pecado, pero que en sus miembros nunca está sin pecadores.
[6] El lema del Cardenal Newman: Cor ad cor loquitur.
[7] H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia, pp. 7-8

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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