Hoy vuelvo de lejos,
de lejos,
Hoy vuelvo a tu casa,
Señor a mi casa
Y un abrazo me has dado,
Padre del alma,
Y un abrazo me has dado
Padre del alma[1].
Este canto que popularmente se interpreta en las parroquias es sin duda uno de los que mejor armoniza con el Evangelio de este domingo, la hermosa parábola del hijo pródigo[2]. Un canto que resume lo que cada uno vive al momento de regresar –quien quiera que seamos- de ese largo viaje emprendido y pateado palmo a palmo hacia la casa del Padre, aquel viaje que ha nos ha llevado, por diversas circunstancias. Un canto que describe el interior de aquel que gastó inútilmente sus talentos y que se pone de rodillas, en el cenit de su vida, esperando lo que sólo Dios es capaz de dar con creces: olvido de sus pecados por no haber estado a altura de las circunstancias, o haber sido un simple cántaro agrietado por una vida vacía y llena de locura[3].
O el interior de aquel otro que intentó cumplir con unos mínimos, o de aquel otro –vanidoso- que por haber cumplido al cien por cien con su cometido de hijo es puesto a los pies de la cruz para que Dios perdone también su orgullo, soberbia, su egocentrismo.
Vamos a reconocerlo con sencillez: es la figura del Padre la que no resuena con excesiva fuerza en algunos momentos de nuestra vida. No resuena cuando nos sentimos dueños y señores de lo que acontece. O cuando pensamos que es más fácil vivir sin referencia a Él y nos perdemos en una huída sin ton ni son con demasiado ruido; errantes, pesarosos y sin horizonte. Cuando creemos que el destino depende exclusivamente de los hilos humanos y nos revelamos cuando, ese mismo destino, nos devuelve mil y una bofetadas en el rostro de la felicidad que creíamos profesar.
Y al mismo tiempo es solamente la figura del Padre la única que vale cuando en el atardecer de nuestras locuras sentimos que una vida sin Dios son años sin vida.
Cuando al rebobinar la película de nuestras aventuras y vemos las secuencias que nos han producido cicatrices y soledades, lágrimas y sufrimientos, desgarro y hasta divorcio con nuestra propia dignidad humana. Cuando echamos una mirada atrás y vemos humear su casa –la casa del Padre- donde Él sigue esperando, cociendo y tostando en el horno de su misericordia el pan del perdón y de la generosidad, del encuentro deseado o de unas faltas que (para el Padre) nunca existieron en el hijo.
Cuando en el roce con el mundo somos testigos de ingratitudes y de menosprecios y añoramos las caricias de la casa paterna, la palabra oportuna, el consejo certero o el abrazo de consuelo.
Cuando nos sentimos incomprendidos por aquellos de los cuales esperábamos tanto y nos dejaron enterrados, crucificados con el recuento y el recuerdo de nuestros defectos.
Siempre pensamos que la felicidad la podemos alcanzar fuera y lejos de nuestra propia casa. No somos unos impuros y otros puros ni unos plantas venenosas y otros plantas perfumadas. No. Mucho menos unos somos “personas con formación” o “gente sin mucha formación”. Para Él todos somos iguales, y lo mejor de todo es que a todos nos trata por igual, es decir, hace salir su sol sobre justos y pecadores[4] ¡Qué matemática tan rara la de Dios!
Al mismo tiempo respeta nuestra libertad y sufre –estoy convencido- al sentir y contemplar a este mundo nuestro tan de espaldas a Él. No me es difícil imaginar a un Dios, con lágrimas en sus ojos, al comprobar cómo nuestra sociedad camina lejos de Él, su creador.
¿Cómo, pero es que acaso sufre Dios? Los teólogos dirían que no, que es imposible debido a su naturaleza pero ¡qué saben ellos! Dios deja que actuemos en libertad, a pesar de que algunos lancen piedras contra la casa del Padre.
¿Qué sucederá cuando el capital vacíe de falsas alegrías el corazón del hombre?, ¿Qué ocurrirá cuando el hombre sienta que está arruinado porque gastó lo que aparentemente ganó? ¿Se acostumbrará el ser humano a cambiar el traje de señor por el de esclavo? ¿Cuándo sentirá nuestra sociedad –y sentiremos cada uno- nostalgia de Dios, nostalgia de la casa del Padre?
Esta tierra nuestra, será hija pródiga, el día en que le fallen sus esquemas, en el instante en que explote su arrogancia. Tarde o temprano su pensamiento será ocupado por lo que perdió y, cuando estuvo lejos, valoró y pidió: DIOS.
Le quedan pocas semanas a la Cuaresma, vamos a pedirle a ése Dios Padre de todos que nos contempla lleno de amor, que nos ayude a despojarnos de nuestro egoísmo y vuelva a resurgir, con su ayuda, nuestro amor por Él y por sus cosas ■
[1] IV Domingo del Tiempo de Cuaresma.
[2] Lc 15, 11-32.
[3] Jer 2, 13.
[4] Cfr Mt 5, 45.
de lejos,
Hoy vuelvo a tu casa,
Señor a mi casa
Y un abrazo me has dado,
Padre del alma,
Y un abrazo me has dado
Padre del alma[1].
Este canto que popularmente se interpreta en las parroquias es sin duda uno de los que mejor armoniza con el Evangelio de este domingo, la hermosa parábola del hijo pródigo[2]. Un canto que resume lo que cada uno vive al momento de regresar –quien quiera que seamos- de ese largo viaje emprendido y pateado palmo a palmo hacia la casa del Padre, aquel viaje que ha nos ha llevado, por diversas circunstancias. Un canto que describe el interior de aquel que gastó inútilmente sus talentos y que se pone de rodillas, en el cenit de su vida, esperando lo que sólo Dios es capaz de dar con creces: olvido de sus pecados por no haber estado a altura de las circunstancias, o haber sido un simple cántaro agrietado por una vida vacía y llena de locura[3].
O el interior de aquel otro que intentó cumplir con unos mínimos, o de aquel otro –vanidoso- que por haber cumplido al cien por cien con su cometido de hijo es puesto a los pies de la cruz para que Dios perdone también su orgullo, soberbia, su egocentrismo.
Vamos a reconocerlo con sencillez: es la figura del Padre la que no resuena con excesiva fuerza en algunos momentos de nuestra vida. No resuena cuando nos sentimos dueños y señores de lo que acontece. O cuando pensamos que es más fácil vivir sin referencia a Él y nos perdemos en una huída sin ton ni son con demasiado ruido; errantes, pesarosos y sin horizonte. Cuando creemos que el destino depende exclusivamente de los hilos humanos y nos revelamos cuando, ese mismo destino, nos devuelve mil y una bofetadas en el rostro de la felicidad que creíamos profesar.
Y al mismo tiempo es solamente la figura del Padre la única que vale cuando en el atardecer de nuestras locuras sentimos que una vida sin Dios son años sin vida.
Cuando al rebobinar la película de nuestras aventuras y vemos las secuencias que nos han producido cicatrices y soledades, lágrimas y sufrimientos, desgarro y hasta divorcio con nuestra propia dignidad humana. Cuando echamos una mirada atrás y vemos humear su casa –la casa del Padre- donde Él sigue esperando, cociendo y tostando en el horno de su misericordia el pan del perdón y de la generosidad, del encuentro deseado o de unas faltas que (para el Padre) nunca existieron en el hijo.
Cuando en el roce con el mundo somos testigos de ingratitudes y de menosprecios y añoramos las caricias de la casa paterna, la palabra oportuna, el consejo certero o el abrazo de consuelo.
Cuando nos sentimos incomprendidos por aquellos de los cuales esperábamos tanto y nos dejaron enterrados, crucificados con el recuento y el recuerdo de nuestros defectos.
Siempre pensamos que la felicidad la podemos alcanzar fuera y lejos de nuestra propia casa. No somos unos impuros y otros puros ni unos plantas venenosas y otros plantas perfumadas. No. Mucho menos unos somos “personas con formación” o “gente sin mucha formación”. Para Él todos somos iguales, y lo mejor de todo es que a todos nos trata por igual, es decir, hace salir su sol sobre justos y pecadores[4] ¡Qué matemática tan rara la de Dios!
Al mismo tiempo respeta nuestra libertad y sufre –estoy convencido- al sentir y contemplar a este mundo nuestro tan de espaldas a Él. No me es difícil imaginar a un Dios, con lágrimas en sus ojos, al comprobar cómo nuestra sociedad camina lejos de Él, su creador.
¿Cómo, pero es que acaso sufre Dios? Los teólogos dirían que no, que es imposible debido a su naturaleza pero ¡qué saben ellos! Dios deja que actuemos en libertad, a pesar de que algunos lancen piedras contra la casa del Padre.
¿Qué sucederá cuando el capital vacíe de falsas alegrías el corazón del hombre?, ¿Qué ocurrirá cuando el hombre sienta que está arruinado porque gastó lo que aparentemente ganó? ¿Se acostumbrará el ser humano a cambiar el traje de señor por el de esclavo? ¿Cuándo sentirá nuestra sociedad –y sentiremos cada uno- nostalgia de Dios, nostalgia de la casa del Padre?
Esta tierra nuestra, será hija pródiga, el día en que le fallen sus esquemas, en el instante en que explote su arrogancia. Tarde o temprano su pensamiento será ocupado por lo que perdió y, cuando estuvo lejos, valoró y pidió: DIOS.
Le quedan pocas semanas a la Cuaresma, vamos a pedirle a ése Dios Padre de todos que nos contempla lleno de amor, que nos ayude a despojarnos de nuestro egoísmo y vuelva a resurgir, con su ayuda, nuestro amor por Él y por sus cosas ■
[1] IV Domingo del Tiempo de Cuaresma.
[2] Lc 15, 11-32.
[3] Jer 2, 13.
[4] Cfr Mt 5, 45.
Ilustración: Rembrandt Harmensz van Rijn (1606 – 1669), El Regreso del Hijo Pródigo (1642) tinta sobre papel (19 × 23 cm), Teylers Museum, Haarlem.
No hay comentarios:
Publicar un comentario