III Domingo de Cuaresma (c)

Se nos ha repetido hasta la saciedad que el tiempo de Cuaresma es tiempo de conversión, tiempo de reflexión, tiempo de propósitos[1]. Debe ser cierto y no es bueno que nos habituemos a contemplarlo así, hemos de ir más allá: sentir la inquietud de revisar seria y sinceramente nuestra vida, y la convicción profunda de que soy yo –no los otros- quien tiene necesidad de convertirse.

El Evangelio toca muy de cerca el tema de la necesidad personal de la conversión. Los galileos que murieron aplastados por la represión de Pilatos o por el derrumbamiento de la torre de Siloé –un accidente político y un accidente laboral-, no eran peores que vosotros, responde el Señor a unos interlocutores imbuidos, al parecer, de una convicción arraigadísima en la naturaleza humana: “los malos son los otros” y, desde luego, una convicción arraigadísima entre muchos cristianos que, consciente o inconscientemente, se consideran al abrigo de cualquier necesidad de conversión, simplemente porque pertenecen a un grupo y cumplen lo que consideran –aunque no las llamen así- sus obligaciones reglamentarias[2].

La respuesta del Señor es de una gran sencillez: Si no os convertís.... Ahí quedó clara y terminante, cortando de raíz toda curiosidad sobre las cualidades de los otros para volverse sobre los que preguntaban y ponerles de manifiesto la necesidad de mirarse a sí mismos para exigirse, a ellos y no a los demás, las cualidades necesarias para ser agradables a los ojos de Dios.

Y es que no es suficiente pertenecer a un grupo, por muy de élite que sea para ser agradable a Dios. No lo fueron muchos de los israelitas que atravesaron el desierto junto a Moisés y bebieron de la roca y comieron del pan que bajó del cielo[3]. Y no lo somos muchos de nosotros, aunque caminemos cerca de Jesucristo, si ese camino no lo hacemos revisando –diariamente si es posible- el compromiso personal de la propia vocación.

Jesús instruye a los suyos sobre la necesidad de la conversión poniendo delante de sus ojos la actitud del dueño de una higuera que llega hasta ella buscando fruto y que, encontrándola reiteradamente estéril, pretende arrancarla. Y no lo hace porque interviene suplicante el viñador que la cuida y la salva conservándola para una nueva ocasión. Es esperanzador, desde luego, pero indicativo del talante del Señor: no es suficiente estar plantado, hay que fructificar, porque diariamente se acercarán a nosotros los hombres buscando las consecuencias prácticas de nuestra fe, de aquello en lo que decimos creer.

Diariamente se acercarán a nosotros los hombres buscando frutos de humildad, para encontrarse, quizá, con una soberbia desafiante; buscando frutos de misericordia, para encontrarse, posiblemente, con un dogmatismo duro y ceñudo especializado en la condena; buscando frutos de paz, para encontrarse con los mismos síntomas de violencia que padece nuestro mundo en todos los sentidos, violencia en el orden de las ideas, violencia en el terreno económico, violencia en las palabras, en los gestos, en las actitudes, violencia que termina en la muerte y en el dolor. Diariamente se acercarán a nosotros los hombres, hartos de tanta palabrería hueca, para ver si somos capaces de tender hacia ellos las manos, el corazón y la vida sin reservarnos cómodamente ante su mirada, como se reservan habitualmente los que consideran que son ellos y sólo ellos el centro del universo, para encontrarse, muy probablemente, con que no somos capaces de abrir para todos los hombres el corazón y cuanto poseemos.

Diariamente se acercará a nosotros el Señor buscando los frutos de nuestra vida, se acercará en el anciano, en el depresivo, en el homosexual, en el alcoholizado, en el que carece de alegría y de esperanza; se acercará en el que sufre para encontrar alivio en su dolor y posiblemente el que goza para encontrar auténtico sentido a su alegría. Se acercará a nosotros el Señor y esperará pacientemente a que respondamos con el tono con que Él quiere que lo hagamos. Posiblemente los que no tengan tanta paciencia sean los hombres que, de hecho, puedan estar cansados de encontrar tantas veces nuestra higuera falta de frutos. Y no les faltará razón ■

[1] III Domingo del Tiempo de Cuaresma (2010 Ciclo C)
[2] Cfr Lc 13, 1-9
[3] Éx 1,1-12, 36.
Ilustración: Pieter Bruegel El viejo, Parabola de los ciegos guiando a los ciegos (1568) Tempera sobre lenzo (86 x 154 cm), Museo Nazionale di Capodimonte (Napoles)

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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