Jesucristo, Rey del Universo.

Con este domingo y la semana que le acompaña termina el largo tiempo ordinario y se clausura el año litúrgico. Hoy se nos presenta la grandiosa visión de Jesucristo Rey del Universo, que es a un mismo tiempo la clave de bóveda y la piedra angular del mundo creado[1].

A Jesucristo corresponde, por pleno derecho, el título de Rey. El es dueño absoluto de todo y de todos. Por él fueron creadas todas las cosas. Dios Padre puso en sus manos las realidades visibles y las invisibles. Nada escapa de su mano y estamos bajo su dominio[2]. En él se encuentra la plenitud de la verdad y de la vida. Todo le pertenece. Sin embargo, su reino no es como los reinados de este mundo, que con frecuencia se imponen a base del poderío económico, militar o político. Su reino es más bien un reino de servicio, de entrega generosa al bienestar de los demás. Reina dando la vida por nosotros desde la cruz. Sin su sacrificio en la cruz, no se entiende su reino.

Y Cristo reina naciendo en un pesebre, a orillas de una pequeña población, lejos de Jerusalén y sus palacios, acompañado solo de María y José. Con esto, nos enseña que lo que nos hace valer no es tener todas las cosas materiales a nuestra disposición, sino las actitudes y los comportamientos. La felicidad, nos dice, no depende de la abundancia de bienes que alguien posea, sino de su capacidad de servir y de hacer algo por los demás. Los egoístas, que presumen de hacer lo que quieren, acaban sufriendo su propia soledad y se destruyen a sí mismos[3].

Y es que Cristo reina siendo dueño de sí mismo. No se deja atar por los instintos y vence las tentaciones del enemigo; supera los límites de la ley judía, cuando ésta impide hacer el bien a quien lo necesita; con libertad se enfrenta a fariseos y saduceos cuando tiene que defender los derechos de Dios, la verdad y el amor al prójimo. Y reina desde la cruz. El letrero en escritura griega, latina y hebrea que había sobre la cruz de Jesús muestra la realeza que celebramos hoy: Jesús es rey porque nos salva. Nos salva, renunciando a salvarse a si mismo, bien podía haber bajado de la cruz.

A lo largo de todo el año litúrgico que hoy termina hemos reflexionado y celebrado nuestra experiencia humana a la luz del hombre-Dios. Hemos visto en él muchos rostros: salvador, amigo, pobre. El hombre-Dios lejano a la superficialidad y a la frivolidad.¡Qué distintos son los que reinan según los criterios de este mundo! Hay quienes se imaginan reinar por su belleza física, por sus títulos universitarios, por su habilidad en los negocios, por el cargo que tienen, por su facilidad de palabra para agredir e insultar, por sus influencias y por su amistad con personas importantes. Hay quienes se sienten reyes porque abusan del poder que tienen, sea económico, político, cultural, partidista e incluso religioso. Resulta, hoy, paradójico que los cristianos nos gloriemos en proclamar Rey a quien muere en la debilidad aparente de la Cruz, que desde este momento se transforma en fuerza y poder salvador. Lo que era patíbulo e instrumento e muerte se convierte en triunfo y causa de vida.

El Reino nuevo de Cristo, que es necesario instaurar todos los días, revela la grandeza y el destino del hombre, que tiene final feliz en el paraíso. Es un Reino de misericordia para un mundo cada vez más inmisericorde, y de amor hacia todos los hombres por encima de ópticas particularistas. Es el Reino que merece la pena desear. Clavados en la cruz de la fidelidad al Evangelio se puede entender la libertad que brota del amor y se hace realidad "hoy mismo". Eso es lo desconcertante del cristianismo, imposible de aceptar sin la acción del Espíritu Santo. Sin embargo, en ese silencio del Padre, en esa obediencia sin límite del Hijo se revela al mundo que existe un Reino que no es de este mundo. En otras -y pocas palabras- en ese lugar amar, perdonar, hacerse pequeño y servir es el modo de reinar ■

[1] Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
[2] Cfr Col 1,16.
[3] Cfr http://www.thedoorpost.com/hope/film/?film=4dd298f102c77b625cf37a9e7744ac68
Ilustración: Pantocrator en la dovela clave de bóveda en la nave central de la Catedral de Barcelona (España).

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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