XXX Domingo del Tiempo Ordinario

LA ORACION DE TODOS LOS SENTIDOS*

II.


Jean-Yves Leloup


ESCUCHAR


Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno[1]. El primer mandamiento es escuchar. Orar no es hablar a Dios, es más bien callar para escucharle. Y lo que se escucha en primer lugar no es su infinito silencio sino el ruido de nuestros pensamientos, de nuestras representaciones, de los conceptos que nos hemos forjado a lo largo de los siglos. Dios no es “una cosa” que causa sino Alguien cuya presencia resuena en nosotros y que hace nacer a veces el canto, a veces la palabra profética: ecos poderosos e inciertos de esta Presencia.

Escuchar... abrir el oído... Se dice a menudo que Israel es el pueblo de la escucha más que el pueblo de la visión (los griegos), pero ¿por qué privilegiar un sentido más que otro, orar con un sentido más que con otro? ¿No existe una escucha global que es atención global a aquello que es...?

Es verdad que en el desierto no hay nada que ver. Los ojos se apoyan mal sobre la luz, pero están los cantos de la arena, el rumor de los animales y hay voces en el viento, palabras en el interior: Escucha Israel.

El pueblo que lleva la palabra de Dios es el pueblo de la Escucha. Así, orar es escuchar, tender el oído, y a veces resistir al deseo de escuchar algo, hasta que el silencio excave en nosotros un deseo más alto. Comprender entonces que Aquel que nos habla nunca nos dirá una palabra...

Escuchar nos calla por todos los lados y en este silencio captamos hasta que punto el Otro es totalmente Otro y hasta que punto existe...

VER

El libro de Job finaliza con unas palabras que parecen indicar una cierta superioridad de la visión sobre la escucha. La escucha mantiene la distancia; en la mirada, la presencia aparece en su proximidad: Yo no te conocía más que de oídas, pero ahora mis ojos te han visto. Así, yo retiro mis palabras, y me inclino sobre el polvo y sobre la ceniza[2].

Escuchar a alguien no es todavía verle. Ahora bien, el deseo del hombre es también el deseo de ver y si se trata de Dios, verle tal como es, como lo dice San Juan, y no solamente como uno puede imaginárselo, pensarlo, representarlo. Sabemos que más allá de esta manifestación nosotros seremos semejantes a Él porque lo veremos tal como Él es[3].

Para ver a Dios tal como es, el ojo lo mismo que el oído tiene necesidad de ser purificado, de lo contrario, corre el riesgo de no ver más que un espejismo, una proyección. Nuestra mirada está tan a menudo cargada de memoria, de juicios, de comparaciones…

Quien haya visto tan solo una vez una rosa sabrá lo que es orar. La rosa es un rostro.

Ahí donde los hombres veían una adultera o una pecadora, Jesús veía una mujer; su mirada no se detenía en la máscara o en el gesto, él contemplaba el rostro. Así, orar es contemplar el rostro de todas las cosas, es decir su presencia, su tuteo fraternal que nos hace un gesto de la ternura de Dios.

Uno es siempre bello ante la mirada de un hombre que ora; él no está engañado por nuestros remilgos, sino que mira más lejos, hacia lo que nosotros somos de mejor. El mira a Dios.

Para orar mejor, si nuestros ojos comenzaran a ver lo que ven, si nuestra mirada se tomara el tiempo de posarse y de reposarse en lo que ve, descubriría que todas las cosas nos miran, que todas las cosas oran. Orar es dejar de colgar etiquetas. Pasar de la observación a la contemplación, tal es el movimiento de la oración de los ojos.

Captar todo lo que hay de invisible en aquello que se ve. Ir hasta ese punto inaccesible donde se encuentran las miradas. Ver deviene visión. Visión deviene unión.

TOCAR

Escuchar, ver, nos mantiene en la proximidad. Pero la presencia solo se hace estrecha por el tacto. Es, además, la progresión indicada por San Juan en su primera carta como si el uso de cada sentido manifestara un grado de intimidad particular con el Verbo de Vida: Lo que era en el comienzo. Lo que hemos escuchado. Lo que hemos visto con nuestros ojos. Lo que hemos contemplado. Lo que nuestras manos han tocado del Verbo de Vida. Porque la vida se ha manifestado... Damos testimonio de ello"[4].

Aquello que escuchamos, vemos, tocamos, precisa San Juan, es aquello que es desde el comienzo. No tenemos nada más que añadir, nada que inventar; se trata de aplicar nuestros sentidos a aquello que es para que "eso" pueda manifestarse.

El tacto da a veces miedo como si se refiriese a una sensorialidad más burda que la de la Escucha y la Visión, más ligada a la materialidad, a la pesadez de las cosas.

En la oración, el oído se vuelve capaz de escuchar lo inaudible, el ojo de ver lo invisible. ¿No hace la oración que el tacto se vuelva capaz de sentir lo impalpable, el espacio en la superficie? Recuerda la experiencia de Teilhard de Chardin estrechando en su mano un trozo de metal; esa fue su primera sensación de Dios; un infinito se hizo presente en este ínfimo fragmento del universo...[5]

“Si supierais lo profunda que es la piel –decía Paul Valery- hay personas que os tocan como una coraza y otras que os remueven hasta la raíz. Hay manos que os aplastan, os cosifican, os bestializan y hay manos que os apaciguan, os sanan y a veces incluso os divinizan”[6].

Los Ancianos hablan a menudo de la oración de las manos a propósito del trabajo, pero las manos ¿solo oran cuando trabajan? ¿No pueden orar cuando acarician, es decir cuando el amor y el respeto que las habitan, las "espiritualizan"?. La oración del Tacto, es la oración de un cuerpo que no se agarra, que no se encierra sobre el otro. Tocar a Dios o dejarse tocar por El, no es sentirse aplastado, sino sentirse envuelto. Dios nunca asfixia. La oración es un abrazo que nos deja libres. No se ora con los puños cerrados, no con garras, ni con pegamento en los dedos. Solo se puede orar con las manos abiertas, las palmas oferentes, abiertas.

DEGUSTAR

A fuerza de bien Escuchar, de bien Ver, y de bien Tocar, la Presencia se ha vuelto más familiar. El contacto está establecido. ¿Podemos todavía dar un paso más en la intimidad?. El salmista invita a ello: Gustad cuan bueno es el Señor. Se trata de gustar y de saborear esta Presencia.

La etimología de la palabra sabiduría –sapientia, sapere- nos recuerda que el sabio, es aquel que sabe degustar, aquel que gusta el sabor del Ser en sus formas más variadas.

Orar, es tener el gusto de Dios. Que me bese con los besos de su boca, dice el primer versículo del Cantar de los Cantares y el comentario del Zohar añade: Cuando el Santo –bendito sea él– reveló a Israel, en el monte Sinaí, el Decálogo, cada palabra se dividió en setenta sonidos; y estos sonidos aparecieron a los ojos de Israel como otras tantas luces resplandecientes[7].

Israel vio también –con sus propios ojos– la Gloria de Dios, como está escrito: Y todo el pueblo vio los ruidos[8]. La Escritura no dice escuchó, sino vio (rô'îm). Este ruido se dirigió a cada uno de los israelitas y les pidió: ¿Quieres aceptar la ley que encierra tantos preceptos negativos y mandamientos?. El pueblo entonces respondió: ¡Si!" Entonces el ruido besó en la boca a cada israelita tal y como está escrito: "Que me bese con los besos de su boca[9].

No basta con escuchar el mandato de Dios. Es necesario además verlo encarnado en la persona del Justo, y después finalmente gustarlo, apreciarlo por si mismo, manifestarlo por la vida propia.

Dios, en la experiencia de oración, no es algo sin sabor, a pesar de que ningún sabor, ninguna comparación pueda acercar la Realidad que Él es. Los Padres de la Iglesia –siguiendo la enseñanza rabínica– retomarán este tema del gusto en la oración y del beso místico a propósito de la Eucaristía. El Sacramento es el signo sensible de una realidad invisible, como el beso de la madre a su hijo es el signo sensible del amor que ella le tiene. La Eucaristía es el signo sensible del amor que Dios tiene por nosotros. El se convierte en nuestro pan, nuestro vino; El quiere ser gustado, conocido desde el interior.

Se conocen las repercusiones en el cuerpo humano de un beso en los labios y la ebullición íntima que puede despertar. Así la oración saboreable es una entrada en la cámara nupcial, misterio de la Unión de lo creado y de lo increado. Dios es entonces experimentado, dirá San Agustín, como “totalmente Otro que yo mismo y más yo que yo mismo”.

OLER

Tras el abrazo, el cuerpo del otro ha dejado sobre nuestro propio cuerpo un poco de su perfume y uno puede permanecer todavía largo tiempo como envuelto en su presencia. De nuevo, es la metáfora amorosa la que parece más adecuada que la metáfora conceptual para describir la vivencia de esta forma de oración: Mi Bienamado es para mí un saco de mirra que reposa entre mis senos[10] No hay más bella imagen, dirán los Padres del Desierto, para describir los más altos grados de la oración del corazón. La Presencia de Dios nos impregna entonces por dentro y por fuera y todos nuestros actos son como el aura perfumada de Cristo viviendo en nosotros...

El olfato es quizás nuestro sentido más sutil, pero también aquel que el mundo contemporáneo parece temer más, no hay mas que ver el éxito de los desodorantes (¿es acaso que la gente no tiene ya el buen olor que tenía en otros tiempos?) El perfume de alguien es un poco su secreto, su esencia.

En el ámbito de la oración, los fenómenos de perfumes, llamados sobrenaturales no son extraños. San Serafín de Sarov inicia a su amigo Motovilov a la oración del Espíritu, por la presencia no solamente de una gran cantidad de paz y de suavidad, sino también por un perfume. Además, ninguna tradición ignora el poder del incienso, su papel es verdaderamente el de hacernos entrar en un nuevo estado de consciencia, de despertarnos a la belleza de la Presencia. Con cada inspiración se puede sentir el expandirse en todos nuestros miembros la Presencia misma del Viviente. Expandir su perfume simboliza igualmente el acto por el cual uno se orienta totalmente a Dios en la oración. Es el acto de amor por excelencia; recordemos a María a los pies de Jesús. Cuando decimos con el salmista Que mi oración se eleve ante Ti como el incienso, eso quiere decir que nosotros nos dirigimos a Dios en nuestra esencia, como en nuestra existencia. Todo Le pertenece de ahora en delante de la misma manera que el grano de incienso pertenece a la brasa ■

*Jean-Yves Leloup (1950), es un teólogo ortodoxo conocido por sus estudios en la obra y el pensamiento de Meister Eckhart y del Hinduismo, Judaísmo y Budismo, y por difundir el hesicasmo, doctrina y práctica ascética difundida entre los monjes cristianos orientales, principalmente los de la llamada Iglesia Ortodoxa, a partir del siglo IV con los llamados Padres del Desierto.
[1] Dt 6, 4. Shemá Israel (Del hebreo, שְׁמַע יִשְׂרָאֵל, "Oye, oh Israel"), son las primeras palabras y el nombre de una de las principales plegarias de la religión judía en la que se manifiesta su credo en un sólo Dios. Los creyentes la recitan dos veces por día, en las oraciones de la madrugada y del atardecer. Asimismo, Shemá Israel es el último rezo en boca de un judío antes de morir. Cfr www.youtube.com/watch?v=QiJk9tf4jZU
[2] 42,5
[3] I Jn 3, 2.
[4] I, Jn, 1.
[5] Pierre Teilhard de Chardin S.J. (1881-1955) fue un sacerdote, paleontólogo y filósofo francés que aportó una muy personal y original visión de la evolución (N. del E.)
[6] Ambroise-Paul-Toussaint-Jules Valéry (1871- 1945) fue un escritor francés, principalmente poeta, pero también ensayista de gran aliento (N. del E.)
[7] El Zohar (En idioma hebreo זהר Zohar "esplendor") es, junto al Séfer Ietzirá, el libro central de la corriente cabalística o kabalística, supuestamente escrito por Shimon bar Yojai en el siglo II, pero cuya autoria se debe probablemente a Moisés de León (N. del E.)
[8] 20, 18.
[9] II, 146 a.
[10] Cant. I, 13

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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