Dios –son palabras de John Henry Newman- te mira, quien quiera que seas. Dios te llama por tu nombre. Te ve y te comprende, Él, que te hizo. Todo lo que hay en ti es conocido; todos tus sentimientos y tus pensamientos, tus inclinaciones, tus gustos, tu fuerza y tu debilidad. Te ve en los días de alegría y en los tiempos de pena. Se interesa por todas tus angustias y tus recuerdos, por todos tus ímpetus y tus desánimos. Dios te abraza y te sostiene; te levanta o te deja descansar en el suelo. Contempla tu rostro cuando lloras y cuando ríes, en la salud y en la enfermedad. No te amas tú más de lo que te ama Él.
»A lo largo de toda nuestra vida, Cristo nos llama. Sería bueno tener conciencia de ello, pero somos lentos en comprender esta gran verdad: que Cristo camina a nuestro lado y con su mano, sus ojos y su voz nos invita a seguirle. En cambio, nosotros ni siquiera alcanzamos a oír su llamada que se da a entender ahora mismo. Pensamos que tuvo lugar en los tiempos de los apóstoles; pero no creemos que la llamada nos ataña a nosotros, no la esperamos. Nuestra mirada no distingue al Señor, al contrario del apóstol a quien Jesús amaba, que distinguía a Cristo cuando los demás no lo reconocían»[1].
Son muchas las pruebas que se van sucediendo a lo largo de la vida. La que escuchamos hoy en el evangelio –o seguir a Jesús o seguir mi camino- es una de ellas, pero no es ni la más dura ni la más común[2].
Es la tentación de la nada –ese marcharse pesaroso- quizás la peor de las tentaciones, tentación superior a la de la carne, la del orgullo o la de la vanidad, que son poca en realidad poca cosa.
La tentación de la nada es aquella en la que los que nos rodean (nos) aparecen como bolas de billar que chocan unas con otras sin más contacto que la superficie exterior y con intenciones que se nos escapan, que apenas y se alcanzan a entender.
Lo peor de la tentación de la nada es que se tiende a ver a los demás cristalizados y lejanos cuando en realidad uno mismo es el que está lejano y cristalizado y entonces ya no se les reconoce, y uno termina por volverse un extraño sin pertenencia a nadie, egoísta, incapaz de compartir y de recibir cariño.
Saint Exupery decía que la valía de una persona puede medirse por el número y la calidad de sus vínculos. Es momento de preguntarnos: y yo ¿qué vínculos tengo, con nombre y apellidos?, ¿qué amistad he cultivado con mi familia, hermanos y amigos?. Y uno descubre que puede ser muy desgraciado porque a ciertas alturas de la vida es muy difícil aprender ciertas cosas.
Hay que tener cuidado con la tentación de la nada –que no es depresión- hay que tener cuidado con el vértigo que da la soledad y la necesidad anónima de sentirnos queridos y reconocidos. Si se cae demasiadas veces en esa tentación el corazón se endurece, se congela y se termina haciendo mucho daño.
No hay desdicha mayor para un alma que sentirse ligada a un ser o a una institución, que nada tiene, que nada le puede dar y que además le haga incapaz de recibir algo los demás.
Hay quién piensa que la tristeza y la melancolía son algo elegante. No es verdad. Siempre hay motivo para cantar, para alabar el misterio y no ser cobarde. Hay que gritar y decir que siempre hay alguien que amamos, pero sobre todo Alguien –que no falte la mayúscula- que nos ama sinceramente ■
»A lo largo de toda nuestra vida, Cristo nos llama. Sería bueno tener conciencia de ello, pero somos lentos en comprender esta gran verdad: que Cristo camina a nuestro lado y con su mano, sus ojos y su voz nos invita a seguirle. En cambio, nosotros ni siquiera alcanzamos a oír su llamada que se da a entender ahora mismo. Pensamos que tuvo lugar en los tiempos de los apóstoles; pero no creemos que la llamada nos ataña a nosotros, no la esperamos. Nuestra mirada no distingue al Señor, al contrario del apóstol a quien Jesús amaba, que distinguía a Cristo cuando los demás no lo reconocían»[1].
Son muchas las pruebas que se van sucediendo a lo largo de la vida. La que escuchamos hoy en el evangelio –o seguir a Jesús o seguir mi camino- es una de ellas, pero no es ni la más dura ni la más común[2].
Es la tentación de la nada –ese marcharse pesaroso- quizás la peor de las tentaciones, tentación superior a la de la carne, la del orgullo o la de la vanidad, que son poca en realidad poca cosa.
La tentación de la nada es aquella en la que los que nos rodean (nos) aparecen como bolas de billar que chocan unas con otras sin más contacto que la superficie exterior y con intenciones que se nos escapan, que apenas y se alcanzan a entender.
Lo peor de la tentación de la nada es que se tiende a ver a los demás cristalizados y lejanos cuando en realidad uno mismo es el que está lejano y cristalizado y entonces ya no se les reconoce, y uno termina por volverse un extraño sin pertenencia a nadie, egoísta, incapaz de compartir y de recibir cariño.
Saint Exupery decía que la valía de una persona puede medirse por el número y la calidad de sus vínculos. Es momento de preguntarnos: y yo ¿qué vínculos tengo, con nombre y apellidos?, ¿qué amistad he cultivado con mi familia, hermanos y amigos?. Y uno descubre que puede ser muy desgraciado porque a ciertas alturas de la vida es muy difícil aprender ciertas cosas.
Hay que tener cuidado con la tentación de la nada –que no es depresión- hay que tener cuidado con el vértigo que da la soledad y la necesidad anónima de sentirnos queridos y reconocidos. Si se cae demasiadas veces en esa tentación el corazón se endurece, se congela y se termina haciendo mucho daño.
No hay desdicha mayor para un alma que sentirse ligada a un ser o a una institución, que nada tiene, que nada le puede dar y que además le haga incapaz de recibir algo los demás.
Hay quién piensa que la tristeza y la melancolía son algo elegante. No es verdad. Siempre hay motivo para cantar, para alabar el misterio y no ser cobarde. Hay que gritar y decir que siempre hay alguien que amamos, pero sobre todo Alguien –que no falte la mayúscula- que nos ama sinceramente ■
[1] John Henry Newman (1801-1890) fue un presbítero anglicano convertido al catolicismo en 1845, más tarde fue elevado a la dignidad de Cardenal por León XIII y en 1991 fue proclamado "Venerable". En su juventud fue una importante figura del Movimiento de Oxford, el cual aspiraba a que la Iglesia de Inglaterra volviera a sus raíces católicas. Sus estudios históricos le llevaron a convertirse a la fe de la Iglesia Católica.
[2] Cfr Mc 10, 17-30.
No hay comentarios:
Publicar un comentario