¡Señor! Como una lámpara votiva,
que humildemente ante tu cruz ardiera,
el recogido corazón quisiera
tener su llama vigilante y viva.
Y el alma, estremecida sensitiva,
depuesta toda su altivez roquera,
quisiera ser, Señor, tu prisionera
y ante esa Cruz perseverar cautiva.
Si quiere el corazón, si el alma quiere
así rendirse a quien por ella muere,
¿qué falta, pobre corazón mendigo?
¡Deja esa cruz, mismisimo Cordero!
¡Quede el alma prendida en el madero,
y seas Tú de su pasión testigo! Amen.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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