XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

El asunto no es nuevo, y los fariseos –personajes que aparecen en el evangelio capaces de poner nervioso al más templado- son los encargados de traerlo delante del Maestro: ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su esposa?-preguntan[1]. No sé si los demás lo harán –pienso que sí- pero yo me hago muchas veces la misma pregunta, quizá porque soy un poco fariseo[2]. Obedezco a mi madre la Iglesia –Mater et Magistra- en todo lo que me enseña –y me pide que transmita- en torno a la indisolubilidad y al matrimonio como sacramento[3], sin embargo me pregunto, respetuosamente, si no estaremos dejando de decir cosas esenciales a quienes empiezan la aventura de la vida matrimonial, si no nos estaremos quedando ¡como tantas veces! en la superficie de las cosas durante ése tiempo de preparación que precede al matrimonio. Aunque ciertamente son infinitamente mas los matrimonios que permanecen fieles y unidos, no es bueno cerrar los ojos al hecho de que el divorcio es una realidad en las sociedades en que vivimos, que se ha vuelto la primera opción -¿la más fácil?- cuando las cosas comienzan a ser difíciles. ¿Dónde está el origen del mal? ¿En la falta de compromiso? ¿En el descuido mismo del vínculo conyugal? ¿En el tedio y el aburrimiento que van invadiéndolo todo? Dice mi buen amigo Suso que el amor perfecto se reconoce en dos signos: el primero es la necesidad de una fusión, de una unidad absoluta (y morirme contigo, si te matas, y matarme contigo si te mueres...[4]), es decir, el rechazo de la dualidad que lo queramos o no todos llevamos como tatuado en la conciencia. El segundo [signo] es el respeto de la personalidad, de la libertad, del otro. Y sin embargo esto es una contradicción: significa la aceptación de la dualidad del otro. Y los celos no son más que una aspiración impura y desviada de esa unidad... ¿de qué sirve anhelar la unidad si no se permite a cada uno de los amantes expandirse en su línea propia, en lo que le hace distinto y original? Esta contradicción es imposible de resolver en el plano humano. En cuanto nos inclinamos hacia una cualquiera de las dos opciones el amor se degrada o se desaparece: la sed de unión se convierte en tiranía, y el respeto al otro termina en indiferencia. Es necesario buscar esa unidad y ese respeto lejos de lo meramente humano. Fuera de estos límites. No hay amor humano auténtico sin un germen auténtico de santidad. Sí, santidad: disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, y confiados -aun con nuestro cuerpo- en su bondad paternal; deseo sincero de ofrecerle algo a Alguien. En otras palabras: todo lo que se llama amor y no tiene a Dios como centro y meta (llámesele trascendencia si se quiere) que nos eleva de los límites, al final, no es más que tiranía o esclavitud, comercio o costumbre...con su ingrediente de mentira para simular su sabor a nada. ¿Quién dijo eso de que su amor era su costumbre? No sé si es el momento –me parece que sí- de empezar a decirles a los más jóvenes aquello mismo que comentaba el otro día mi amigo Beades cuando citaba a Ernst Jünger[5]: Los cuerpos son cálices. Cierto. Muy cierto ¡pero qué difícil! No me queda mas que recordar unas palabras de Italo Manzini en uno de sus últimos libros, Tornito i volti (El regreso de los rostros), casi un testamento: «Nuestro mundo, para vivirlo, amar, santificarnos, no nos viene dado por una neutra teoría del ser, no nos viene dado por los eventos de la historia o por los fenómenos de la Naturaleza; nos viene dado por la existencia de esos inauditos centros de alteridad que son los rostros, rostros para mirar, para respetar, para acariciar»[6]
[1] Cfr Mc 10, 2-16.
[2] Aprovechando que no leeremos éstas líneas desde el ambón, voy a poner por escrito lo que pienso.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1601-1658.
[4] La estrofa completa –sí- dice así:
Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres
porque el amor cuando no muere mata
porque amores que matan nunca mueren.
[5] Ernst Jünger (1895-1998) fue un escritor, filósofo, novelista e historiador alemán.
[6] Citado por Humberto Eco en ¿En qué creen los que no creen? Un diálogo sobre la ética, Atlántide, 1996,
p. 48
Ilustración: Jan van Eyck, El Matrimonio Arnolfini (detalle), 1434, óleo sobre madera, National Gallery (Londres)

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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