EL HOMBRE INTERIOR*
IV (y último).
IV (y último).
Benedictus qui venit un nomine Domini
Mt 21, 9.
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!, ¿Que viene en nombre del Señor? Cualquier cosa, un nombre, una palabra, un acontecimiento, una desgracia, una gran alegría, todo viene en nombre del Señor. Dios nos habla siempre a través de signos. Si tenemos el oído y los ojos abiertos veremos qué cantidad de signos hay a nuestro alrededor. La vida espiritual es significativa, por eso quien vive una vida sin interiorizar vive una vida opaca, fría, muerta, vive una vida que no es Vida.
Aunque pueda parecer incomprensible hay algo en nosotros que atrae la amistad de Dios. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo[1] ¡No hay nada más bonito! Si me abres. Hay que abrirle: Dios no fuerza a nadie; Dios suplica. El Señor tu Dios es un fuego devorador, un Dios celoso[2]. Exige, absorbe, pero con una exquisitez y con una blandura maravillosas. Ha llegado el invitado y de abrir la puerta es de lo que se trata y cuando se ha abierto la puerta y ya tiene en casa al invitado, todo reluce, todo está limpio; no hace falta ya limpieza, porque la presencia ya es, ya ha hecho de la vida espiritual el fin. Después de eso, morir. No se puede ver a Dios y vivir porque en el instante que uno lo ve, muere, ya no puede segur viviendo, porque la vida tiene ese único fin.
Es Dios quien actúa. Por eso dice Meister Eckhart que el desasimiento es la virtud grande que Dios busca en el alma. Cuanto más vacíos estamos de nosotros mismos, más llenos estaremos de Dios. Cuantos más llenos estamos de nosotros mismos, Dios tiene menos sitio. Si soy una oquedad cerrada, Dios no va a forzar la puerta para entrar. Si me limpio, si me vacío, si admito esa presencia como único sentido de mi vida, Él se ira colando por las rendijas. Es una especie de colarse en la vida interior del hombre. El hombre se abre para que Dios entre. El hombre desaparece para que Él sea, con lo cual se culmina la paradoja total de la vida espiritual: yo soy un yo que sin ser yo acaba siendo Él, y Él acaba siendo mi yo que ya deja de ser yo.
Toda vida espiritual culmina en una plenitud de unión para que Él sea lo que ha sido siempre en mí, y que yo, mi yo no me permitía ser. Por eso yo tengo que ser un yo pequeño pero afianzado, para que ese yo afianzado psicológicamente y limpio pueda destruirse en la vida espiritual. La última y gran y tremenda paradoja del hombre: el hombre se autodestruye cuando es. Ser es el final de toda vida espiritual y ser Él. Por eso ser Él acaba siendo el fin del proceso y el principio, el alfa y el omega. El principio y el fin de una realidad que comienza en el corazón del hombre y termina en el corazón del hombre, empieza en él y acaba en él.
Este camino nuestro es un camino de ida y vuelta, es un camino de búsqueda y de regreso. Es un camino donde vamos a encontrar aquello que buscamos, pero que los buscamos porque en el fondo ya lo hemos encontrado. Buscamos lo que ya sabemos que estamos buscando porque si no lo supiéramos ni siquiera iniciaríamos el camino de búsqueda.
Cuando san Juan dice que Dios nos amó primero[3], está diciendo una verdad que nos aturde. Justamente porque nos amó primero, es Él quien inicia la vida espiritual en nosotros. Dios me ama no porque yo sea santo, sino para que sea santo.
Yo no consigo la santidad, es Dios que me da su amor porque si, y al recibirlo me dignifica, me Cristifica, me hace digno de su presencia.
La vida espiritual es entonces paradoja pura, pura renuncia, porque cuanto más somos menos somos, cuanto más damos más tenemos, cuanto más desaparecemos más estamos en la presencia. La vida espiritual, en el fondo, acaba siendo una búsqueda de algo encontrado. El misterio escondido desde los siglos... el mismo Cristo en vosotros[4].
El amor que inspira toda búsqueda espiritual es un impulso de amor ciego. Un impulso de amor desnudo. Hay que amar a Dios por Dios mismo, no por sus delicias, por sus recompensas, por su paraíso. No puedo amarlo para que me compense, no puedo amarlo para salvarme, ¡que espiritualidad, la de la salvación, tan pobre! A Dios hay que amarlo por Él, porque me llama y me enamora, porque me llama y me fascina, porque me llama y me atrae. Absolutamente sin nada más, sin recompensa.
Y entonces todos nosotros, a cara descubierta, reflejaremos como espejos la gloria (la presencia gloriosa) del Señor y nos transformaremos en esa misma imagen, de gloria en gloria, movidos por el Espíritu del Señor[5] ■
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