V Domingo de Pascua

En sus Memorias[1], Julián Marías escribe una frase que estremece: «Siempre he creído que la vida no vale la pena más que cuando se la pone a una carta, sin restricciones, sin reservas; son innumerables las personas, especialmente en nuestro tiempo, que no lo hacen por miedo a la vida, que no se atreven a ser felices porque temen a lo irrevocable, porque saben que si lo hacen, se exponen a la vez a ser infelices»[2].

Es verdad. Quizá la más grande tragedia que vive el hombre de hoy -¡el cristiano de hoy!- es ese miedo a lo irrevocable, esa indecisión ante las decisiones que no tienen vuelta de hoja o la tienen muy dolorosa, esa tendencia a lo provisional, a lo que nos compromete «pero no del todo», que nos obliga «pero un poquito nada más». Preferimos no acabar de apostar por nada, o si no hay más remedio que hacerlo, lo rodeamos de reservas, de condicionamientos, de «ya veremos cómo van las cosas».

En el evangelio escuchamos la mismísima voz de Jesús[3] que habla de permanecer unido a, de dar fruto. De crecer[4].

Cuántos jóvenes comienzan el camino del matrimonio diciéndose: «Bueno, bueno, tampoco hay que preocuparse tanto; si las cosas no van bien, nos separamos y tan amigos como siempre».

Ese «miedo a lo irrevocable» llega incluso a lo religioso y a lo más intocable, que es el sacerdocio. En mis años del seminario –y no soy tan viejo- lo del sacerdos in aeternum, sacerdote para la eternidad[5], era algo simplemente incuestionable. No nos planteábamos dejar de ser aquello que libremente elegíamos. Sabíamos, sí, que había quienes fracasaban y derivaban hacia otros puertos; pero eso, pensábamos, no tenía que ver con cada uno de nosotros; era, cuando más, como un accidente de circulación, en el que no se piensa cuando se empieza un viaje y que, en todo caso, no se prevé como una opción voluntaria. Por eso a mí me asombró tanto cuando empecé a oír a algunos teólogos eso del sacerdocio ad tempus, eso de que uno podía ordenarse sacerdote para cinco, para siete años, prestar ese servicio a la Iglesia y luego replantearse si seguir en esa misma tarea o regresar a otros cuarteles. Me parecía, en cambio, a mí, que el sacerdocio o era para siempre o no era sacerdocio; que si la entrega a Cristo y a la Iglesia era una entrega de amor, no cabían ya planes temporales. Uno podía fracasar y equivocarse, es cierto, pero ¿cabía mayor fracaso que lanzarse a volar con las alas atadas por toda una maraña de condicionamientos?

Poco a poco entre nuestros jóvenes ese planteamiento –la opción por lo temporal, por lo fácil, por lo no-demasiado-arriesgado- se ha ido volviendo «lo inteligente», «lo sensato». Todos cambiamos de ideas, de modos de ser –afirman-¿Por qué comprometerlo todo a una carta cuando el juego de mañana no sé cómo se presentará?

Ciertamente hay muchas cosas relativas en la vida, muchas ante las que un hombre debe permanecer y en las que hasta será bueno cambiar en el futuro, cuando se vean con nueva luz. Pero, relativizarlo todo, ¿no será un modo de no llegar nunca a vivir?

En realidad, esas cosas permanentes son pocas: el amor que se ha elegido, la misión a la que uno se entrega, unas cuantas ideas vertebrales y, entre ellas, desde luego, para los creyentes, la fe cristiana[6].

Las apuestas que uno hace a lo largo de la vida deben ser totales. Las tres o cuatro cosas que hay que jugar a una sola carta o son enteras o no son. Así de sencillo: o son totales o no existen. Un amor condicionado es un amor putrefacto. Un amor «a ver cómo funciona» es un brutal engaño entre dos. Un amor sin condiciones puede fracasar; pero un amor con condiciones no sólo es que nazca fracasado, es que ni siquiera llega a nacer ■


[1] Una vida presente. Memorias, páginas de espuma, Madrid, 2008.
[2] Julián Marías Aguilera (1914-2005), doctor en Filosofía por la Universidad de Madrid, fue el discípulo más destacado de Ortega y Gasset, maestro y amigo con quien fundó en 1948 el Instituto de Humanidades. Ensayista y filósofo, Marías no enseñó en la Universidad española franquista por discrepancias ideológicas, pero fue conferenciante en numerosos países de Europa y América y profesor en varias universidades de Estados Unidos. Su presencia en el mundo intelectual español ha sido constante: colaborador de las publicaciones más relevantes, fue miembro de la Real Academia y senador por designación real. Presidió la Fundación de Estudios Sociológicos (FUNDES). En 1996 se le concedió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, compartido con Indro Montanelli.
[3] Ipsisima verba Iesu.
[4] Cfr Jn 15, 1-8.
[5] Juravit Dominus et non poenitebit eum: Tu es sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedech.(Salmo 109).
[6] Cfr. J.L. Martín Descalzo, Razones desde la otra orilla, Atenas, p. 133-134.

Ilustración: Ordenación sacerdotal en la Catedral de San Fernando el 2.v.2009. En la foto S.E.R. Mons. José Gómez, Arzobispo de San Antonio y Fr. James K. Seiwert, uno de los nuevos sacerdotes.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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