De entre las muchas cosas que podemos aprender al contemplar en silencio la escena de aquellos hombres que llegaron de Oriente preguntando por el Niño hasta encontrarlo, hay dos especialmente importantes. La primera: no llegan con las manos vacías. La segunda: una vez en presencia del niño y de su madre no se limitan a pedir, a dejarse atender, o a quejarse por lo duro del camino. No. Se postran y lo adoran [1]como lo que es: el Rey de reyes y el Señor de señores[2].
¿Cuándo fue que los cristianos –vamos a preguntárnoslo en serio- perdimos el norte del misterio y el sentido de lo sagrado? ¿Cuándo se nos metió el tedio y convertimos –entre otras- la celebración de la Nochebuena, de la Epifanía, de la Pascua, y de la Eucaristía en una reunión más o menos amigable en la que se canta, se ríe, se aplaude y hasta se chifla? ¿Cuándo fue que dejamos de rendirle adoración –interior y exterior- al Creador?
Cualquier persona tiene todo el derecho del mundo a creer o a dejar de creer, pero a lo que no tenemos derecho los que nos decimos católicos es a acudir a la celebración de la Eucaristía con una actitud mediocre, fría y, además, crítica y amarga. “A ver qué hoy dice el padrecito ése al que no se le entiende”, “A ver hoy para qué piden dinero éste domingo”.
Cierto: circulo vicioso que no terminamos de romper nunca. El sacerdote no celebra con devoción porque se encuentra una asamblea fría y lejana, y la asamblea no pone atención porque se encuentra con uno sacerdote burócrata y aburrido.
[A ti, que te quejas del sacerdote que no habla bien el idioma en el que se celebra la misa, o que te parece excesivo lo que la Iglesia pide, te diré dos cosas, por no dejar de decirte algo: el ése sacerdote viejo al que no se le entiende, tiene casi noventa años, y sigue celebrando con amor. Si le pedimos que no venga porque no se le entiende, le quitamos lo único que tiene: la celebración de la misa. Y lo que la Iglesia te pide –y que se llama limosna- es infinitamente menor de lo que Dios te da].
Vamos a preguntarnos hoy en la fiesta de la Epifanía, fiesta que inunda de luz. Vamos a preguntarnos sinceramente, en el fondo del corazón: cuando acudo –o celebro, en el caso de los sacerdotes- a la Eucaristía ¿voy únicamente a pedir y a quejarme, o también estoy en la presencia de Dios para adorar, alabar, rendirle todo mi amor, mi atención, mi voluntad, mi haber y mi poseer?[3].
Debemos tomar conciencia de que poco a poco hemos ido perdiendo el sentido de lo sagrado, de aquello que pertenece a Dios y que tenemos que respetar profundamente. Ya no hay lugares, ni tiempos, ni objetos sagrados. Y lo peor, de ahí hemos pasado a perder el respeto por los valores sagrados como la vida humana, la fidelidad conyugal, etc. Así, poco a poco la existencia humana pierde su sentido profundo, se banaliza, pierde su valor.
Frente a esta tendencia, hemos de reaprender la adoración como una actitud esencial de la vida. Adoración que es reconocimiento de que el ser humano es una criatura, que depende de Dios, que debe organizar su vida teniendo en cuenta aquellos principios básicos que se desprenden de su radical dependencia de Dios.
Adoración que es reconocimiento del infinito amor de Dios que tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna[4] y que, por lo tanto, lo lleva a descubrir que su ser criatura se realiza plenamente en el ser hijo de Dios, amando en respuesta al amor de Dios, amando sin medida con la entrega con la que Cristo nos amó hasta el extremo muriendo y resucitando por nosotros y que se perpetúa en la Eucaristía.
Adoración que es compromiso por la construcción de un mundo más justo, más humano, más fraterno porque el que adora reconoce que su vida debe estar siempre al servicio de los demás. Cada uno con su grano de arena, que puede ser grande o pequeño. Importa la calidad del amor, no la cantidad.
Por esto, resuenan con toda su fuerza las palabras del Papa: «Unido a la asamblea sinodal, recomiendo ardientemente a los pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios, la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria»[5].
Vamos a hacer eco de los palabras del Santo Padre, y a luchar por recuperar con mayor fuerza esa actitud fundamental de adoración que es necesaria para dar pleno sentido a la existencia y que nace de la adoración del Jesucristo, presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su divinidad en el Sacramento de la Eucaristía[6] ■
¿Cuándo fue que los cristianos –vamos a preguntárnoslo en serio- perdimos el norte del misterio y el sentido de lo sagrado? ¿Cuándo se nos metió el tedio y convertimos –entre otras- la celebración de la Nochebuena, de la Epifanía, de la Pascua, y de la Eucaristía en una reunión más o menos amigable en la que se canta, se ríe, se aplaude y hasta se chifla? ¿Cuándo fue que dejamos de rendirle adoración –interior y exterior- al Creador?
Cualquier persona tiene todo el derecho del mundo a creer o a dejar de creer, pero a lo que no tenemos derecho los que nos decimos católicos es a acudir a la celebración de la Eucaristía con una actitud mediocre, fría y, además, crítica y amarga. “A ver qué hoy dice el padrecito ése al que no se le entiende”, “A ver hoy para qué piden dinero éste domingo”.
Cierto: circulo vicioso que no terminamos de romper nunca. El sacerdote no celebra con devoción porque se encuentra una asamblea fría y lejana, y la asamblea no pone atención porque se encuentra con uno sacerdote burócrata y aburrido.
[A ti, que te quejas del sacerdote que no habla bien el idioma en el que se celebra la misa, o que te parece excesivo lo que la Iglesia pide, te diré dos cosas, por no dejar de decirte algo: el ése sacerdote viejo al que no se le entiende, tiene casi noventa años, y sigue celebrando con amor. Si le pedimos que no venga porque no se le entiende, le quitamos lo único que tiene: la celebración de la misa. Y lo que la Iglesia te pide –y que se llama limosna- es infinitamente menor de lo que Dios te da].
Vamos a preguntarnos hoy en la fiesta de la Epifanía, fiesta que inunda de luz. Vamos a preguntarnos sinceramente, en el fondo del corazón: cuando acudo –o celebro, en el caso de los sacerdotes- a la Eucaristía ¿voy únicamente a pedir y a quejarme, o también estoy en la presencia de Dios para adorar, alabar, rendirle todo mi amor, mi atención, mi voluntad, mi haber y mi poseer?[3].
Debemos tomar conciencia de que poco a poco hemos ido perdiendo el sentido de lo sagrado, de aquello que pertenece a Dios y que tenemos que respetar profundamente. Ya no hay lugares, ni tiempos, ni objetos sagrados. Y lo peor, de ahí hemos pasado a perder el respeto por los valores sagrados como la vida humana, la fidelidad conyugal, etc. Así, poco a poco la existencia humana pierde su sentido profundo, se banaliza, pierde su valor.
Frente a esta tendencia, hemos de reaprender la adoración como una actitud esencial de la vida. Adoración que es reconocimiento de que el ser humano es una criatura, que depende de Dios, que debe organizar su vida teniendo en cuenta aquellos principios básicos que se desprenden de su radical dependencia de Dios.
Adoración que es reconocimiento del infinito amor de Dios que tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna[4] y que, por lo tanto, lo lleva a descubrir que su ser criatura se realiza plenamente en el ser hijo de Dios, amando en respuesta al amor de Dios, amando sin medida con la entrega con la que Cristo nos amó hasta el extremo muriendo y resucitando por nosotros y que se perpetúa en la Eucaristía.
Adoración que es compromiso por la construcción de un mundo más justo, más humano, más fraterno porque el que adora reconoce que su vida debe estar siempre al servicio de los demás. Cada uno con su grano de arena, que puede ser grande o pequeño. Importa la calidad del amor, no la cantidad.
Por esto, resuenan con toda su fuerza las palabras del Papa: «Unido a la asamblea sinodal, recomiendo ardientemente a los pastores de la Iglesia y al Pueblo de Dios, la práctica de la adoración eucarística, tanto personal como comunitaria»[5].
Vamos a hacer eco de los palabras del Santo Padre, y a luchar por recuperar con mayor fuerza esa actitud fundamental de adoración que es necesaria para dar pleno sentido a la existencia y que nace de la adoración del Jesucristo, presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su divinidad en el Sacramento de la Eucaristía[6] ■
[1] Mt 2, 11.
[2] Homilía preparada para el 4.I.2009, Solemnidad de la Epifanía, en la parroquia de St. Matthew, en San Antonio (Texas).
[3] La oración completa que la historia atribuye a San Ignacio, dice así: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo diste, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta».
[4] Cfr Jn 3,16.
[5] Cfr. n. 67.
[6] Diálogos con Mons. Rubén Salazar Gómez, Presidente de la Conferencia Episcopal Colombiana. Cfr: www.unisimonbolivar.edu.co/pastoral/index.php?option=com_content&task=view&id=763&Itemid=240
Ilustración: La adoración de los Magos, Capilla de la Resurrección, Oxford.
No hay comentarios:
Publicar un comentario