Las últimas palabras del texto del profeta Isaías[1], pueden ayudarnos a comprender mejor una de las lecciones más importantes de nuestra vida: debemos empeñarnos –de manera especial en la educación de los niños- en entusiasmarnos con nosotros mismos. Sí, como se lee: debemos estar entusiasmados con nosotros mismos. De ahi y de dejarnos moldear como el barro en manos del Alfarero, parte todo; lo demás se nos dará por añadidura[2].
Alguno pensará que eso de entusiasmarse con uno mismo es acercarse peligrosamente al narcisismo[3]. Pues no, aunque ciertamente es un peligro.
Con frecuencia se nos olvida el mandamiento –clarísimo- el mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo[4]. Se da por supuesto que cada uno se ama a sí mismo.
En su tremendo análisis de la envidia, Abel Sánchez, don Miguel de Unamuno hace decir a su personaje Joaquín Monegro: «¡Señor, Señor! ¡Tú me dijiste: ama a tu prójimo como a ti mismo! Y yo no amo al prójimo, no puedo amarle, porque no me amo, no sé amarme, no puedo amarme a mí mismo. ¿Qué has hecho de mí, Señor?»[5].
La falta de amor a sí mismo sería la raíz de la envidia, del odio, porque Joaquín llega a pensar que vive en una tierra en que el precepto parece ser: «Odia a tu prójimo como a ti mismo». Y, aunque lo caricaturiza, Unamuno acierta: si no me gusto, mal voy.
Y para que nos gustemos tenemos que gustar. Si los papás, los profesores, los sacerdotes, cada uno en nuestro campo, no hacemos más que decirnos unos a otros y sobre todo a los pequeños lo mal que vamos en tal cosa, lo feos que somos, lo tontos que somos, lo torpes que somos, lo tímidos que somos, lo desordenados que somos…un día sí y otro también, ¿cómo vamos a terminar?: hechos todos un desastre y creyéndonos realmente que no valemos nada. La que se ha llamado teología del gusano.
La verdad es que estamos rodeados de personas que no se toman en serio la condición profundamente amorosa del hombre, de la mujer, ¡y es lo más importante! Todo proyecto hunde sus raíces en esa idea. Y si no se tiene, el viaje de la vida nace como algo con muchos problemas. Es un barco a la deriva.
El camino de la vida sólo se puede andar con entusiasmo, con ilusión, con empeño alegre, ¿y cómo se consigue ése tono?: pues queriéndose a uno mismo. O dicho de otro modo: el mundo, la vida, es mía, y me encanta vivirla. Ésta vida, la mía.
El entusiasmo es el carácter de ese vivir, y se da cuando convergen tres dimensiones necesarias: la presencia de Dios (y cada uno tiene sus maneras), el amor efusivo a la realidad y la autenticidad del proyecto. Pero si nace viciado, ¿cómo se aúnan estas tres dimensiones?
Cuando esto no se da, es habitual que nos identifiquemos entonces con nuestras «posesiones», desde las dotes personales hasta la figura social o la riqueza: la identificación del hombre con su dinero, con su riqueza, de modo que su realidad consiste en ella.
Hay muchas educaciones –y tristemente también muchas espiritualidades- que excluyen la ilusión por uno mismo y hacen sumamente improbable cualquier otra forma de entusiasmo a largo plazo. Porque la avidez de riqueza, títulos, poder, fama o lo que sea «cosifica» esas cosas, les da carácter de efectivas o posibles posesiones. Y, claro, así las despersonaliza y las separa del viaje de la vida, autor de la posibilidad de ilusión y del entusiasmo
Vamos a pedirle hoy al gran profeta Isaías –a quien deberíamos tenerle más de devoción y un profundo agradecimiento- que nos ayude a vivir este entrañable tiempo de adviento de manera entusiasta, a confiar en Dios, pero también a confiar en nosotros mismos, a tomarnos la vida con alegría, a querernos, a aceptarnos para sí podernos entregar con muchas ganas y fuerzas al servicio de los demás, cada uno donde Dios lo nos ha puesto ■
[1] Cfr Isa 63, 16-17.19; 64, 2-7.
[2] Homilía preparada para el I Domingo del Tiempo de Adviento, 30.XI.2008, en la parroquia de St. Matthew, en San Antonio, Texas.
[3] En la mitología griega, Narciso (en griego Νάρκισσος) era un joven conocido por su gran belleza. Acerca de su mito perduran varias versiones, entre las que se cuenta la de Ovidio, que fue el primero en combinar las historias de Eco y Narciso, y relacionarlas con la anterior historia del vidente-ciego Tiresias. Según esta última, tanto doncellas como muchachos se enamoraban de Narciso a causa de su hermosura, mas él rechazaba sus insinuaciones. Entre las jóvenes heridas por su amor estaba la ninfa Eco, quien había disgustado a Hera y por ello ésta le había condenado a repetir las últimas palabras de aquello que se le dijera. Eco fue, por tanto, incapaz de hablarle a Narciso de su amor, pero un día, cuando él estaba caminando por el bosque, acabó apartándose de sus compañeros. Cuando él preguntó «¿Hay alguien aquí?», Eco contenta respondió: «Aquí, aquí». Incapaz de verla oculta entre los árboles, Narciso le gritó: «¡Ven!». Después de responder: «Ven, ven», Eco salió de entre los árboles con los brazos abiertos. Narciso cruelmente se negó a aceptar su amor, por lo que la ninfa, desolada, se ocultó en una cueva y allí se consumió hasta que solo quedó su voz. Para castigar a Narciso, Némesis, la diosa de la venganza, hizo que se enamorara de su propia imagen reflejada en una fuente. En una contemplación absorta, incapaz de apartarse de su imagen, acabó arrojándose a las aguas. En el sitio donde su cuerpo había caído, creció una hermosa flor, que hizo honor al nombre y la memoria de Narciso.
[4]
[5] Abel Sánchez (subtitulada Una historia de pasión) es una novela escrita por Miguel de Unamuno en 1917 durante su exilio en Fuerteventura y Francia. Aunque su estilo es más realista que la de sus nivolas, en ella pueden encontrarse los rasgos fundamentales de la narrativa unamuniana. Nivola es el neologismo creado por Miguel de Unamuno para referirse a sus propias creaciones de ficción narrativa, para representar su distancia con respecto a la novela realista imperante a finales del siglo XIX.
Alguno pensará que eso de entusiasmarse con uno mismo es acercarse peligrosamente al narcisismo[3]. Pues no, aunque ciertamente es un peligro.
Con frecuencia se nos olvida el mandamiento –clarísimo- el mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo[4]. Se da por supuesto que cada uno se ama a sí mismo.
En su tremendo análisis de la envidia, Abel Sánchez, don Miguel de Unamuno hace decir a su personaje Joaquín Monegro: «¡Señor, Señor! ¡Tú me dijiste: ama a tu prójimo como a ti mismo! Y yo no amo al prójimo, no puedo amarle, porque no me amo, no sé amarme, no puedo amarme a mí mismo. ¿Qué has hecho de mí, Señor?»[5].
La falta de amor a sí mismo sería la raíz de la envidia, del odio, porque Joaquín llega a pensar que vive en una tierra en que el precepto parece ser: «Odia a tu prójimo como a ti mismo». Y, aunque lo caricaturiza, Unamuno acierta: si no me gusto, mal voy.
Y para que nos gustemos tenemos que gustar. Si los papás, los profesores, los sacerdotes, cada uno en nuestro campo, no hacemos más que decirnos unos a otros y sobre todo a los pequeños lo mal que vamos en tal cosa, lo feos que somos, lo tontos que somos, lo torpes que somos, lo tímidos que somos, lo desordenados que somos…un día sí y otro también, ¿cómo vamos a terminar?: hechos todos un desastre y creyéndonos realmente que no valemos nada. La que se ha llamado teología del gusano.
La verdad es que estamos rodeados de personas que no se toman en serio la condición profundamente amorosa del hombre, de la mujer, ¡y es lo más importante! Todo proyecto hunde sus raíces en esa idea. Y si no se tiene, el viaje de la vida nace como algo con muchos problemas. Es un barco a la deriva.
El camino de la vida sólo se puede andar con entusiasmo, con ilusión, con empeño alegre, ¿y cómo se consigue ése tono?: pues queriéndose a uno mismo. O dicho de otro modo: el mundo, la vida, es mía, y me encanta vivirla. Ésta vida, la mía.
El entusiasmo es el carácter de ese vivir, y se da cuando convergen tres dimensiones necesarias: la presencia de Dios (y cada uno tiene sus maneras), el amor efusivo a la realidad y la autenticidad del proyecto. Pero si nace viciado, ¿cómo se aúnan estas tres dimensiones?
Cuando esto no se da, es habitual que nos identifiquemos entonces con nuestras «posesiones», desde las dotes personales hasta la figura social o la riqueza: la identificación del hombre con su dinero, con su riqueza, de modo que su realidad consiste en ella.
Hay muchas educaciones –y tristemente también muchas espiritualidades- que excluyen la ilusión por uno mismo y hacen sumamente improbable cualquier otra forma de entusiasmo a largo plazo. Porque la avidez de riqueza, títulos, poder, fama o lo que sea «cosifica» esas cosas, les da carácter de efectivas o posibles posesiones. Y, claro, así las despersonaliza y las separa del viaje de la vida, autor de la posibilidad de ilusión y del entusiasmo
Vamos a pedirle hoy al gran profeta Isaías –a quien deberíamos tenerle más de devoción y un profundo agradecimiento- que nos ayude a vivir este entrañable tiempo de adviento de manera entusiasta, a confiar en Dios, pero también a confiar en nosotros mismos, a tomarnos la vida con alegría, a querernos, a aceptarnos para sí podernos entregar con muchas ganas y fuerzas al servicio de los demás, cada uno donde Dios lo nos ha puesto ■
[1] Cfr Isa 63, 16-17.19; 64, 2-7.
[2] Homilía preparada para el I Domingo del Tiempo de Adviento, 30.XI.2008, en la parroquia de St. Matthew, en San Antonio, Texas.
[3] En la mitología griega, Narciso (en griego Νάρκισσος) era un joven conocido por su gran belleza. Acerca de su mito perduran varias versiones, entre las que se cuenta la de Ovidio, que fue el primero en combinar las historias de Eco y Narciso, y relacionarlas con la anterior historia del vidente-ciego Tiresias. Según esta última, tanto doncellas como muchachos se enamoraban de Narciso a causa de su hermosura, mas él rechazaba sus insinuaciones. Entre las jóvenes heridas por su amor estaba la ninfa Eco, quien había disgustado a Hera y por ello ésta le había condenado a repetir las últimas palabras de aquello que se le dijera. Eco fue, por tanto, incapaz de hablarle a Narciso de su amor, pero un día, cuando él estaba caminando por el bosque, acabó apartándose de sus compañeros. Cuando él preguntó «¿Hay alguien aquí?», Eco contenta respondió: «Aquí, aquí». Incapaz de verla oculta entre los árboles, Narciso le gritó: «¡Ven!». Después de responder: «Ven, ven», Eco salió de entre los árboles con los brazos abiertos. Narciso cruelmente se negó a aceptar su amor, por lo que la ninfa, desolada, se ocultó en una cueva y allí se consumió hasta que solo quedó su voz. Para castigar a Narciso, Némesis, la diosa de la venganza, hizo que se enamorara de su propia imagen reflejada en una fuente. En una contemplación absorta, incapaz de apartarse de su imagen, acabó arrojándose a las aguas. En el sitio donde su cuerpo había caído, creció una hermosa flor, que hizo honor al nombre y la memoria de Narciso.
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[5] Abel Sánchez (subtitulada Una historia de pasión) es una novela escrita por Miguel de Unamuno en 1917 durante su exilio en Fuerteventura y Francia. Aunque su estilo es más realista que la de sus nivolas, en ella pueden encontrarse los rasgos fundamentales de la narrativa unamuniana. Nivola es el neologismo creado por Miguel de Unamuno para referirse a sus propias creaciones de ficción narrativa, para representar su distancia con respecto a la novela realista imperante a finales del siglo XIX.
La ilustración de ésta homilia es una obra de arte muy especial y muy entrañable, está titulada "¿hacia a dónde vamos sin amor?", y es de Susana Casillas, artista mexicana con quien me une una profunda y verdadera amistad. Susana vive en Inglaterra y amablemente me permitió utilizar una de sus obras para ilustrar éste texto, ¡gracias, Susy!
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