Comentando el pasaje del evangelio de este domingo, San Gregorio Magno[1] escribe: es la boda de Cristo con su Iglesia, y el traje es la virtud de la caridad: entra por lo tanto a las bodas, pero sin el vestido, quien tiene fe en la Iglesia, pero no posee la caridad[2].
Es justo en ése vértice –la caridad- donde está la medida de todas las cosas, o dicho otra forma: la prueba de fuego de la calidad de nuestra pertenencia a la Iglesia.
En su Apología contra los gentiles, Tertuliano[3] ofrece un testimonio de primera mano sobre la vida de los cristianos primitivos. Allí leemos que los paganos, admirados de la fraternidad que se entablaba entre los que seguían a Jesús, murmuraban envidiosos: «Mirad cómo se aman». Sin duda, esta concepción de la Iglesia como comunidad fundada en el amor, donde todos –con sus flaquezas e imperfecciones- tienen cabida fue el fermento que facilitó la expansión de la fe en el Señor. Deberíamos preguntarnos, con espíritu crítico, si no habrá sido precisamente el decaimiento de esa concepción y su sustitución por otra demasiado «legalista» la que ha determinado hasta hoy cierto retroceso.
Al recordarnos en su encíclica que el amor es el acontecimiento nuclear de la experiencia cristiana, El Papa Benedicto XVI nos propone un viaje hacia las raíces mismas de la fe, que San Juan supo compendiar en una sola frase: Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él[4].
En algún momento del texto el Papa refuta a Nietzsche –con un razonamiento terso y una maravillosa vibración poética- afirmando que el cristianismo no niega el eros humano, sino tan sólo su desviación destructora, dominada por el puro instinto: «Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse del otro. Ya no busca sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía el bien del amado». Ese eros convertido en ágape, que «se entrega y desea ser para el otro», no es sino reflejo del amor divino, que se proyecta previamente sobre cada hombre[5].
Y continua: «Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor». Lo cual no es óbice para que esa elocuencia callada del amor, que se alimenta en el encuentro con Cristo, se exprese a través de la oración, cuya importancia Benedicto XVI resalta «ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo».
Así, reclamando el consuelo del Espíritu, el cristiano puede ejercer su labor caritativa de manera más esperanzada y paciente, en íntima unidad con Dios.
El Papa sabe, como San Juan de la Cruz, que en el atardecer de nuestra vida se nos juzgará sobre el amor. Con su primera encíclica, ha querido recordarnos cuál debe ser la opción fundamental en la vida de un cristiano. Vamos a pedirle hoy al Espíritu Santo que las palabras del Papa, como en tiempos de Tertuliano, nos ayuden para que se vuelva a escuchar aquella frase admirativa: «Mirad cómo se aman».
Que aprovechemos un momento de éste domingo para preguntarnos si nuestra pertenencia a la Iglesia es meramente legal o ritual o si está fundada verdaderamente en el amor y es por amor que hacemos las cosas. Si tratamos de imponernos con actitudes que podrían rayar en el fanatismo o la intolerancia o si somos comprensivos con los demás. Si hay una vida de oración profunda –cada uno con sus flaquezas e imperfecciones- y en el fondo un deseo sincero de caminar el camino de nuestra vida junto a nuestro Señor ■
[1] San Gregorio I Magno (540 Roma-604), fue el sexagésimo cuarto Papa de la Iglesia Católica. Uno de los cuatro Padres de la Iglesia latina y Doctor de la Iglesia. También fue el primer monje en alcanzar la dignidad pontificia, y probablemente la figura definitoria de la posición medieval del papado como poder separado del Imperio Romano.
[2] In Evangelia homiliae, 38.
[3] Fue una de las principales figuras del siglo III para el cristianismo. Nació en el seno de una familia gentil en Cartago -África- hacia el 150-160 d.C. Su padre era centurión en la armada preconsular, y Tertuliano, tras una juventud disipada y licenciosa según su propio testimonio se convirtió al cristianismo en la ciudad de Roma, hacia el año 195 d.C. siendo después, según Jerónimo, presbítero de la iglesia de Cartago. Resulta tremendamente paradójico que un defensor de la ortodoxia como Tertuliano, se uniese a un grupo tenido por herético (Montanismo), y que ya "en la herejía" produjese fórmulas teológicas que han resultado ser de primerísima importancia para la Iglesia. es importante su influencia en la Iglesia latina -romana- al ser el primer gran teólogo que escribió en latín.
[4] Cfr 1 Jn, 4, 16; www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html
[5] Cfr también C.S. Lewis, Los Cuatro Amores, Club Rayo Books, New York 2006.
Es justo en ése vértice –la caridad- donde está la medida de todas las cosas, o dicho otra forma: la prueba de fuego de la calidad de nuestra pertenencia a la Iglesia.
En su Apología contra los gentiles, Tertuliano[3] ofrece un testimonio de primera mano sobre la vida de los cristianos primitivos. Allí leemos que los paganos, admirados de la fraternidad que se entablaba entre los que seguían a Jesús, murmuraban envidiosos: «Mirad cómo se aman». Sin duda, esta concepción de la Iglesia como comunidad fundada en el amor, donde todos –con sus flaquezas e imperfecciones- tienen cabida fue el fermento que facilitó la expansión de la fe en el Señor. Deberíamos preguntarnos, con espíritu crítico, si no habrá sido precisamente el decaimiento de esa concepción y su sustitución por otra demasiado «legalista» la que ha determinado hasta hoy cierto retroceso.
Al recordarnos en su encíclica que el amor es el acontecimiento nuclear de la experiencia cristiana, El Papa Benedicto XVI nos propone un viaje hacia las raíces mismas de la fe, que San Juan supo compendiar en una sola frase: Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él[4].
En algún momento del texto el Papa refuta a Nietzsche –con un razonamiento terso y una maravillosa vibración poética- afirmando que el cristianismo no niega el eros humano, sino tan sólo su desviación destructora, dominada por el puro instinto: «Ahora el amor es ocuparse del otro y preocuparse del otro. Ya no busca sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía el bien del amado». Ese eros convertido en ágape, que «se entrega y desea ser para el otro», no es sino reflejo del amor divino, que se proyecta previamente sobre cada hombre[5].
Y continua: «Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor». Lo cual no es óbice para que esa elocuencia callada del amor, que se alimenta en el encuentro con Cristo, se exprese a través de la oración, cuya importancia Benedicto XVI resalta «ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo».
Así, reclamando el consuelo del Espíritu, el cristiano puede ejercer su labor caritativa de manera más esperanzada y paciente, en íntima unidad con Dios.
El Papa sabe, como San Juan de la Cruz, que en el atardecer de nuestra vida se nos juzgará sobre el amor. Con su primera encíclica, ha querido recordarnos cuál debe ser la opción fundamental en la vida de un cristiano. Vamos a pedirle hoy al Espíritu Santo que las palabras del Papa, como en tiempos de Tertuliano, nos ayuden para que se vuelva a escuchar aquella frase admirativa: «Mirad cómo se aman».
Que aprovechemos un momento de éste domingo para preguntarnos si nuestra pertenencia a la Iglesia es meramente legal o ritual o si está fundada verdaderamente en el amor y es por amor que hacemos las cosas. Si tratamos de imponernos con actitudes que podrían rayar en el fanatismo o la intolerancia o si somos comprensivos con los demás. Si hay una vida de oración profunda –cada uno con sus flaquezas e imperfecciones- y en el fondo un deseo sincero de caminar el camino de nuestra vida junto a nuestro Señor ■
[1] San Gregorio I Magno (540 Roma-604), fue el sexagésimo cuarto Papa de la Iglesia Católica. Uno de los cuatro Padres de la Iglesia latina y Doctor de la Iglesia. También fue el primer monje en alcanzar la dignidad pontificia, y probablemente la figura definitoria de la posición medieval del papado como poder separado del Imperio Romano.
[2] In Evangelia homiliae, 38.
[3] Fue una de las principales figuras del siglo III para el cristianismo. Nació en el seno de una familia gentil en Cartago -África- hacia el 150-160 d.C. Su padre era centurión en la armada preconsular, y Tertuliano, tras una juventud disipada y licenciosa según su propio testimonio se convirtió al cristianismo en la ciudad de Roma, hacia el año 195 d.C. siendo después, según Jerónimo, presbítero de la iglesia de Cartago. Resulta tremendamente paradójico que un defensor de la ortodoxia como Tertuliano, se uniese a un grupo tenido por herético (Montanismo), y que ya "en la herejía" produjese fórmulas teológicas que han resultado ser de primerísima importancia para la Iglesia. es importante su influencia en la Iglesia latina -romana- al ser el primer gran teólogo que escribió en latín.
[4] Cfr 1 Jn, 4, 16; www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html
[5] Cfr también C.S. Lewis, Los Cuatro Amores, Club Rayo Books, New York 2006.
Ilustración: Giorgione, El atardecer (Il Tramonto), 1506-10, óleo sobre tela (73 x 91 cm) National Gallery, (Londres).
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