El Espíritu Santo es el gran olvidado de nuestra Iglesia. Y ese olvido lo estamos pagando caro. Porque sin Él y su acción sobre nosotros y sobre la Iglesia no habría religión. Pero los hay que se pasan por el otro extremo. No en la devoción, que seguramente no le tienen ninguna, sino en el modo de entender su intervención.
Yo me tengo por absolutamente romano. De haber vivido en el siglo XIX me habrían clasificado entre los ultramontanos. Con toda propiedad y por mi parte con gran orgullo. Pero no son ultamontanos los ultraespiritistas. Son simplemente ignorantes.
Es una necedad supina afirmar que a los obispos los elige el Espíritu Santo. Ni al Papa lo elige la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. A los unos y al otro los eligen los hombres. Con su ciencia y sus miserias. Y punto. Es así.
Si los eligiera el Espíritu Santo habría que culpar a Él de los malos obispos. Que los hubo. Y los hay. Herejes, pederastas, asesinos, que de alguno guarda recuerdo la historia, concubinarios, apóstatas...
Una cosa es la sucesión apostólica y otra que los elija el Espíritu Santo. La primera es cierta y la segunda falsa. Y la sucesión apostólica no implica santidad ni inteligencia.
El Espíritu Santo vela sobre la Iglesia pero no inspira cada acto de la Iglesia ni de sus miembros. Salvo las definiciones ex cathedra de los Romanos Pontífices. Ni las que nos gustan ni las que nos desagradan. Es normal pensar que en el magisterio homogéneo de la Iglesia se percibe la acción del Espíritu sobre ella. Y por eso le debemos una adhesión cordial. Pero de ahí no cabe pensar que en Barcelona tienen a Nostach o en Madrid tenemos a Rouco por decisión del Espíritu Santo. Eso es pura y simplemente una estupidez.
Es absurdo pretender reducir a Dios a nuestras pobres mentes. Es tan infinitamente inmenso que no es que no quepa en ellas es que ni podemos aproximarnos mínimamente a lo que Él es. Por eso se nos reveló. Pero en estas analogías que tenemos que utilizar para aproximarnos al misterio divino bien podemos imaginarnos, ante muchos nombramientos episcopales, al Espíritu Santo frunciendo el ceño y musitando: Te la han vuelto a colar. Te vas a enterar de lo que vale un peine con ese obispo que has nombrado ■ Francisco José Fernández de la Cigoña
Yo me tengo por absolutamente romano. De haber vivido en el siglo XIX me habrían clasificado entre los ultramontanos. Con toda propiedad y por mi parte con gran orgullo. Pero no son ultamontanos los ultraespiritistas. Son simplemente ignorantes.
Es una necedad supina afirmar que a los obispos los elige el Espíritu Santo. Ni al Papa lo elige la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. A los unos y al otro los eligen los hombres. Con su ciencia y sus miserias. Y punto. Es así.
Si los eligiera el Espíritu Santo habría que culpar a Él de los malos obispos. Que los hubo. Y los hay. Herejes, pederastas, asesinos, que de alguno guarda recuerdo la historia, concubinarios, apóstatas...
Una cosa es la sucesión apostólica y otra que los elija el Espíritu Santo. La primera es cierta y la segunda falsa. Y la sucesión apostólica no implica santidad ni inteligencia.
El Espíritu Santo vela sobre la Iglesia pero no inspira cada acto de la Iglesia ni de sus miembros. Salvo las definiciones ex cathedra de los Romanos Pontífices. Ni las que nos gustan ni las que nos desagradan. Es normal pensar que en el magisterio homogéneo de la Iglesia se percibe la acción del Espíritu sobre ella. Y por eso le debemos una adhesión cordial. Pero de ahí no cabe pensar que en Barcelona tienen a Nostach o en Madrid tenemos a Rouco por decisión del Espíritu Santo. Eso es pura y simplemente una estupidez.
Es absurdo pretender reducir a Dios a nuestras pobres mentes. Es tan infinitamente inmenso que no es que no quepa en ellas es que ni podemos aproximarnos mínimamente a lo que Él es. Por eso se nos reveló. Pero en estas analogías que tenemos que utilizar para aproximarnos al misterio divino bien podemos imaginarnos, ante muchos nombramientos episcopales, al Espíritu Santo frunciendo el ceño y musitando: Te la han vuelto a colar. Te vas a enterar de lo que vale un peine con ese obispo que has nombrado ■ Francisco José Fernández de la Cigoña
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