XX Domingo del Tiempo Ordinario

Uno de los más grandes errores que sin duda hemos cometido en la Iglesia –¡quién no levanta polvo al caminar!- ha sido el haber sacrificado durante muchos años la estética a la moral, y haber puesto casi exclusivamente el acento en la oposición entre el bien y el mal. Aprendimos a ver solamente un Dios Bueno, y nos olvidamos que Dios es también Belleza, Orden, Alegría[1].

Nos hemos descuidado y dejamos de ver que hay una oposición, importantísima para la moral, entre lo bello y lo feo. En la moral el gusto y el respeto por la belleza juegan un papel esencial. La gente más noble es aquella que tiene una estética de la vida: el bien es objeto de contemplación, a la vez que de acción[2]. Son hechos que se pueden contemplar. Y el mal lo evitan no por el castigo que pueda atraer sobre ellos, sino porque su fealdad les resulta inaguantable. Por eso los pecados hechos por debilidades afectivas, por pasión, o por amores confundidos se perdonan con tanta facilidad… es desorden, pero algo les hace comprensibles a Ojos que miran con Cariño.

Una virtud muy alta aparece siempre radiante de belleza, lo mismo que una obra de arte. Te eleva, te hace querer ser mejor, te impulsa, te conmueve en lo más profundo. No somos mejores porque tengamos cosas muy caras, ni complementos que demuestren calidad, eso son las máscaras. Desde esta perspectiva, cuando uno hace cosas buenas no se preocupa de la sanción, se siente atraído por el bien con la misma atracción irresistible que produce una buena pintura, una buena música, ¿quién comparó el amor como una fuerza irresistible como irresistible es la belleza de la música?.

Cuando la moral se mueve únicamente entre el bien y el mal uno termina moviéndose de un modo algo vulgar, ordinario y utilitario. Busca hacer el bien para obtener una recompensa, o no llamar la atención y entonces se mimetiza al grupo al que se pertenece, a los lugares comunes, a lo que en ese momento es convencional, y todo termina por estar lleno de vacío. Se evita el mal para no sufrir el castigo, o por cobardía, por cansancio, porque para hacer el mal hay que poner empeño.

Vistas las cosas así el Evangelio entero es de una belleza conmovedora: todo en él –palabras, imágenes, gestos y tipos humanos- se miran con un respeto, una sencillez y una alegría que cautiva.

La mirada de Jesús sobre todos y cada uno de los personajes es la mirada del que ve cosas hermosas, gestos hermosos, personas que reaccionan de una manera que se puede contemplar… y también es la mirada que ve cosas feas, gestos feos, personas que hacen cosas feas que no merecen ser contempladas. Curiosamente, estas últimas solían disfrazarse de bondad, de virtud, de honores. Y lo que para el común de los mortales de la época eran personas feas –prostitutas, ladrones, bribones como Zaqueo-, para Él no lo eran tanto. Mientras que los listos, los cumplidores de filacterias, a esos, los veía más bien feitos.

La oración de la mujer cananea que escuchamos en el Evangelio es perfecta y de una belleza incomparable: reconoce a Jesús como Mesías, es decir, Hijo de David, frente a la incredulidad de los judíos, y expone su necesidad con palabras claras y sencillas, insiste sin desanimarse ante los obstáculos y expresa humildemente su petición: Ten compasión de mí. Tenemos mucho que aprender de aquella mujer que ¡ay! Sin formar parte del pueblo elegido sabe reconocer a Jesucristo como Salvador ■

[1] Homilía preparada para el XX Domingo del Tiempo Ordinario (17.Agosto.2008).
[2] Bonum diffusivum sui (Boecio 480-524)
Ilustración: tomado de una de las ilustraciones de la Biblia de Souvigny (alrededor del 1100), la imagen muestra a musulmanes, cristianos y judíos en el seno de Abraham, todos bajo la letra A, de Adan, en el comienzo del libro de las crónicas.

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Y entonces uno se queda con la Iglesia, que me ofrece lo único que debe ofrecerme la Iglesia: el conocimiento de que ya estamos salvados –porque esa es la primera misión de la Iglesia, el anunciar la salvación gracias a Jesucristo- y el camino para alcanzar la alegría, pero sin exclusividades de buen pastor, a través de esa maravilla que es la confesión y los sacramentos. La Iglesia, sin partecitas.

laus deo virginique matris


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