Misericordia, Señor: hemos pecado. Ésta es la realidad de la condición humana. Ésta es la verdad que puede acercarnos a una auténtica reconciliación con Dios y con los hombres. No se trata de lastimar la autoestima de nadie, sino de penetrar –serenamente- en lo más hondo de nuestro corazón y revelar el misterio del sufrimiento y el dolor que nos ata desde hace siglos, miles de años, desde siempre. Si hay un Salmo en la Sagrada Escritura capaz de escudriñar todas esas raíces ocultas, vergonzosas y, a la vez, llenas de esperanza, ése es el Salmo 50. Junto al reconocimiento de lo que somos, viene también la solución al drama del ser humano: Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza[1].
A lo largo de estos días y a través de los medios de comunicación visto el entusiasmo con que se han ido anunciando y celebrando las fiestas del Carnaval en el mundo entero. ¿No resulta llamativo el detalle de tantas máscaras y disfraces?; ¿por qué se esconde el hombre? Más allá del divertimento de lo que puede significar lo grotescamente carnal frente a lo espiritual, hay otra realidad mucho más radical, que también tiene que ver con la carne, y que hoy, Miércoles de Ceniza, se nos recuerda: Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás.
Hoy la Iglesia nos invita al ayuno y a la abstinencia; nos recuerda, una vez más, que estamos llamados al amor, y a ejercitar ése amor. Y de la misma manera que un atleta necesita preparación, sacrificio, renuncia, etc., para así resultar vencedor en la competencia, nosotros también tenemos un torneo particular, sin embargo –y nos lo recuérdale Señor en el Evangelio- los frutos de nuestro entrenamiento hay que ponerlos en práctica no delante de los hombres para que nos aplaudan: el único que ha de saber de nuestros esfuerzos es el mismo Dios.
Todo es cuestión de amor. Vamos a recorrer junto a Jesús cuarenta días con sus noches, días en los que, si ponemos atención, iremos descubriendo lo más entrañable del misterio cristiano: un Dios hecho carne que va a entregarse por cada uno de nosotros. Por amor. Aquello que más nos duele, lo que a veces nos resulta insoportable, el dolor que parece nunca se va de nosotros, la traición que hemos podido sufrir, o la incomprensión que nos agobia en el corazón, ¡todo eso!, y mucho más, es lo que vamos a contemplar en la vida, en las palabras y, sobre todo, en el rostro amabilísimo de un Jesús que sale al encuentro y nos dice: he aquí que yo hago nuevas todas las cosas[2].
Ésta es la esperanza de la que nos alimentamos todos los días, y que nos hace recuperarnos de las cenizas de nuestra vida, lo único trascendente y que tiene valor: el amor que Dios ha depositado en cada uno de nosotros, y que hace que lo carnal entonces sí tenga sentido, porque es la misma carne que llevó Jesús, y aún le acompaña por toda la eternidad[3].
[1]Homilía pronunciada el 6.II.2007, Miércoles de Ceniza, en St. Matthew Catholic Church, en San Antonio (Texas).
[2] Cfr Apoc 21, 5.
[3] Et resurrexit tertia die, secundum Scripturas, et ascendit in caelum, sedet ad dexteram Patris. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios" (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf.Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo "como un abortivo" (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16) (Catecismo de la Iglesia Católica n. 659).
A lo largo de estos días y a través de los medios de comunicación visto el entusiasmo con que se han ido anunciando y celebrando las fiestas del Carnaval en el mundo entero. ¿No resulta llamativo el detalle de tantas máscaras y disfraces?; ¿por qué se esconde el hombre? Más allá del divertimento de lo que puede significar lo grotescamente carnal frente a lo espiritual, hay otra realidad mucho más radical, que también tiene que ver con la carne, y que hoy, Miércoles de Ceniza, se nos recuerda: Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás.
Hoy la Iglesia nos invita al ayuno y a la abstinencia; nos recuerda, una vez más, que estamos llamados al amor, y a ejercitar ése amor. Y de la misma manera que un atleta necesita preparación, sacrificio, renuncia, etc., para así resultar vencedor en la competencia, nosotros también tenemos un torneo particular, sin embargo –y nos lo recuérdale Señor en el Evangelio- los frutos de nuestro entrenamiento hay que ponerlos en práctica no delante de los hombres para que nos aplaudan: el único que ha de saber de nuestros esfuerzos es el mismo Dios.
Todo es cuestión de amor. Vamos a recorrer junto a Jesús cuarenta días con sus noches, días en los que, si ponemos atención, iremos descubriendo lo más entrañable del misterio cristiano: un Dios hecho carne que va a entregarse por cada uno de nosotros. Por amor. Aquello que más nos duele, lo que a veces nos resulta insoportable, el dolor que parece nunca se va de nosotros, la traición que hemos podido sufrir, o la incomprensión que nos agobia en el corazón, ¡todo eso!, y mucho más, es lo que vamos a contemplar en la vida, en las palabras y, sobre todo, en el rostro amabilísimo de un Jesús que sale al encuentro y nos dice: he aquí que yo hago nuevas todas las cosas[2].
Ésta es la esperanza de la que nos alimentamos todos los días, y que nos hace recuperarnos de las cenizas de nuestra vida, lo único trascendente y que tiene valor: el amor que Dios ha depositado en cada uno de nosotros, y que hace que lo carnal entonces sí tenga sentido, porque es la misma carne que llevó Jesús, y aún le acompaña por toda la eternidad[3].
[1]Homilía pronunciada el 6.II.2007, Miércoles de Ceniza, en St. Matthew Catholic Church, en San Antonio (Texas).
[2] Cfr Apoc 21, 5.
[3] Et resurrexit tertia die, secundum Scripturas, et ascendit in caelum, sedet ad dexteram Patris. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios" (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf.Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo "como un abortivo" (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16) (Catecismo de la Iglesia Católica n. 659).
Ilustración: siguiendo una disposición vertical en las Tres Personas divinas encontramos en la historia del arte las llamadas Compassio Patris, que no son sino una especie de Piedad en donde el Padre recoge el cuerpo inerte de Cristo. Sus fuentes literarias estarían por un lado en la Biblia, tanto en la asunción de este altruismo por parte del padre: “...quiso Dios quebrantarle con padecimientos ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado...” Como en el ofrecimiento que de su muerte realiza Jesús al Padre eterno: “...En tus manos entrego mi Espíritu...”. Y por otro a los comentarios que a este respecto plasma en el siglo XIII San Buenaventura en su obra Lignum Vitae cuando expresa la condolencia del Padre ante su Hijo ensangrentado, buscando una prefiguración en Jacob y su sufrimiento cuando se le presenta la túnica manchada con la sangre de su hijo José. La más antigua fuente pictórica de esta obra la encontramos en el grabado de la Trinidad de A. Durero fechado en 1511 que se conserva en la Biblioteca Nacional.
Hans Multscher, Santísima Trinidad (1430) Alabastro, 28,5 x 16,3 cm, Liebighaus (Frankfurt)
No hay comentarios:
Publicar un comentario