Cuando termina el relato que la liturgia nos propone para el primer domingo de Cuaresma, se suceden muchas preguntas: ¿por qué va Jesús al desierto? ¿Necesitaba realmente sacrificio y silencio? ¿No es Dios acaso, y por tanto no tenía pleno dominio sobre su cuerpo y sobre su mente?¿Por qué permite que se le acerque el Demonio?[1].
San Mateo lo dice claramente que fue conducido por el Espíritu. Es el Espíritu de Dios quien le lleva, quien le mueve a aquello. Y Jesús actúa dócilmente.
La actitud de la Iglesia –Madre y Maestra - a lo largo de todos estos días es muy similar: nos invita a que escuchemos al Espíritu de Dios que nos habla al corazón y tiene muchas cosas que decirnos.
El ayuno, el silencio, el sacrificio de estas semanas no es un mero capricho impuesto por el Papa y los Obispos a los que formamos parte de la Iglesia. Son una especie de llaves que nos van abriendo puertas de un camino; llaves que abren las cerraduras de nosotros mismos.
La Cuaresma no es el periodo anual en el que los católicos buscamos el dolor por el dolor. Más aún: la Cuaresma no es importante en sí misma, es importante como un camino o una preparación para los alegres días de la Pascua, la gran fiesta de los cristianos. Es esta una idea que debemos tener muy clara. La Cuaresma y el tiempo de Pascua son un tiempo oportuno de renovación.
Y es que como muchas veces no estamos conformes con nuestra existencia, anhelamos salir de nosotros mismos, ser otros, y en esa renovación hallar precisamente nuestra verdadera realidad.
En otras palabras: el deseo de renovación acompaña toda nuestra vida. El afán por cambiar de casa, de ropa, de médico, de trabajo ¿no es en el fondo un deseo de despojarse de uno mismo?
Sin embargo las realidades del mundo no pueden dar esa renovación que tanto buscamos. El mundo es un círculo cerrado en sí mismo. Nada logra abrirlo, excepto la persona de Jesucristo. En él Dios se hizo hombre, real y sinceramente, con todas las consecuencias. Él vivió como nosotros, sometido a las necesidades de la naturaleza y de la convivencia humana.
El Concilio Vaticano II lo dijo: «El Hijo de Dios, con su encarnación se ha unido (…) con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obro con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado»[2].
Éste primero domingo de Cuaresma es un momento muy bueno, muy oportuno, para comenzar esa tan deseada renovación.
Todos sabemos bien en qué cosas de nuestra vida tenemos que mejorar. Nuestra conciencia nos señala claramente aquellas actitudes que podemos y debemos cambiar.
Si estrenar casa, coche, ropa, libros, etc. a veces ilusiona tanto nuestro corazón y nuestra sensibilidad ¡qué será estrenar espíritu!
Digámoslo muchas veces a lo largo de éstos días a Jesús, haciendo nuestras las entrañables del rey David: Señor, crea en mi un corazón puro, y renueva en mi interior un espíritu firme[3].
San Mateo lo dice claramente que fue conducido por el Espíritu. Es el Espíritu de Dios quien le lleva, quien le mueve a aquello. Y Jesús actúa dócilmente.
La actitud de la Iglesia –Madre y Maestra - a lo largo de todos estos días es muy similar: nos invita a que escuchemos al Espíritu de Dios que nos habla al corazón y tiene muchas cosas que decirnos.
El ayuno, el silencio, el sacrificio de estas semanas no es un mero capricho impuesto por el Papa y los Obispos a los que formamos parte de la Iglesia. Son una especie de llaves que nos van abriendo puertas de un camino; llaves que abren las cerraduras de nosotros mismos.
La Cuaresma no es el periodo anual en el que los católicos buscamos el dolor por el dolor. Más aún: la Cuaresma no es importante en sí misma, es importante como un camino o una preparación para los alegres días de la Pascua, la gran fiesta de los cristianos. Es esta una idea que debemos tener muy clara. La Cuaresma y el tiempo de Pascua son un tiempo oportuno de renovación.
Y es que como muchas veces no estamos conformes con nuestra existencia, anhelamos salir de nosotros mismos, ser otros, y en esa renovación hallar precisamente nuestra verdadera realidad.
En otras palabras: el deseo de renovación acompaña toda nuestra vida. El afán por cambiar de casa, de ropa, de médico, de trabajo ¿no es en el fondo un deseo de despojarse de uno mismo?
Sin embargo las realidades del mundo no pueden dar esa renovación que tanto buscamos. El mundo es un círculo cerrado en sí mismo. Nada logra abrirlo, excepto la persona de Jesucristo. En él Dios se hizo hombre, real y sinceramente, con todas las consecuencias. Él vivió como nosotros, sometido a las necesidades de la naturaleza y de la convivencia humana.
El Concilio Vaticano II lo dijo: «El Hijo de Dios, con su encarnación se ha unido (…) con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obro con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado»[2].
Éste primero domingo de Cuaresma es un momento muy bueno, muy oportuno, para comenzar esa tan deseada renovación.
Todos sabemos bien en qué cosas de nuestra vida tenemos que mejorar. Nuestra conciencia nos señala claramente aquellas actitudes que podemos y debemos cambiar.
Si estrenar casa, coche, ropa, libros, etc. a veces ilusiona tanto nuestro corazón y nuestra sensibilidad ¡qué será estrenar espíritu!
Digámoslo muchas veces a lo largo de éstos días a Jesús, haciendo nuestras las entrañables del rey David: Señor, crea en mi un corazón puro, y renueva en mi interior un espíritu firme[3].
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