A propósito del final del año litúrgico, que dentro de una semana celebraremos a Jesucristo como Rey del Universo y trayendo a la memoria la afirmación de san Cipriano de que nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por madre[1], van algunas ideas en torno a la Iglesia.
Desde siempre la crítica hacia la ella [la Iglesia] ha estado presente, en la Iglesia misma y hacia la Iglesia. Y parecería que tales críticas y quienes las pronuncian son las causas de todos los males que padece hoy la Iglesia, y comparables a esas puertas del infierno, que de todos modos, no prevalecerán contra ella[2]. Lo que hace a las críticas tan perversas es que la Iglesia es nuestra madre, y ningún bien nacido se atreve a criticar a su madre. Cuando a una buena causa (como es el amor a la Iglesia) se le defiende mal, se le suele hacer más daño que cuando se le ataca.
Por otro lado, la gente ha oído que santos como Agustín de Hipona, Bernardo de Claraval, ó Catalina de Siena[3], fueron con la jerarquía de su tiempo infinitamente más duros de lo que pueda serlo cualquier católico o teólogo de hoy[4]. Se recuerdan frases como aquella de que, mientras Jesús había dicho a Pedro apacienta mis ovejas, los papas de entonces no apacentaban sino que trasquilaban y ordeñaban a las ovejas. O la otra que compara a los obispos con Balaán, el que iba montado sobre la burra que es el pueblo, y que, si acaba obrando bien, no es por lo que ha visto él sino por lo que ha visto la burra[5].
Que la Iglesia es nuestra madre es, evidente, es una analogía. Y una vieja norma de lógica decía que una comparación "no vale para todo". Muchos místicos hablaron con Dios como "esposo del alma". Pero si alguien saca de ahí la conclusión de que Dios tiene que quererle sólo a él, y no a otros, está desvirtuando la comparación[6]. La maternidad de la Iglesia significa que de ella hemos recibido la Vida, que es Cristo, y que de ella debe comportarse con los hombres con esa ternura materna que transparenta la misericordia de Dios. Nada más.
Es necesario recordar que el rostro de la Iglesia no está solamente en el Vaticano ni en lo que aparece en la prensa. El rostro de la Iglesia no son nada más los papas ni la jerarquía. Ellos son una función necesaria e indiscutida, aunque a veces, con tantos ornamentos parezcan más bien lo folclórico de la Iglesia.
El rostro de la Iglesia –no se nos olvide- no se encuentra solamente ahí, sino también escondido en el sacerdote sentado en el confesionario de una parroquia rural del México profundo, o en la selva de Guatemala, o en Calcuta, o en las religiosas de Ruanda y Argelia, o en los jóvenes que se preparan para el sacerdocio en un seminario del Southwest americano. En otras palabras: El rostro de la iglesia está velado como el de tantas mujeres árabes. Pero cuando ese rostro se desvela es de una hermosura tal que sobrecoge, y cambia la vida de quienes han podido contemplarlo. Sólo que Dios es tan discreto, que no necesita ir por ahí exhibiendo la belleza de su esposa para dar envidia...
Por todo eso, la crítica a la jerarquía (si es objetiva, y es respetuosa y está bien hecha) puede ser compatible con un profundo amor a la madre Iglesia.
El papa Pío XII siempre defendió la necesidad de una opinión pública en la Iglesia porque sin ella la Iglesia revelaría que está enferma. Y la opinión pública siempre incluye derecho a la crítica. El Catecismo de la Iglesia sostiene expresamente que los teólogos deben esa crítica no sólo a los obispos, sino a todo, el pueblo de Dios[7].
Por estas razones, yo prefiero quedarme con idea que el entonces Cardenal Ratzinger escribía: si hoy nadie se atreve a criticar a la jerarquía con la libertad con que lo hicieron aquellos santos antiguos y medievales, quizá sea debido a que falta ese amor a la Iglesia que es capaz de arrastrar hasta el ser puesto en la picota, por ayudar a aquella a la que ama.
Karl Rahner muy poco antes de morir se lamentaba de dos cosas de su vida: no haber amado más a los humanos, y no haber tenido más audacia con la jerarquía de la Iglesia. Me parece que estas actitudes sirven más y mejor a la Iglesia, que una defensa ciega y fundamentalista[8].
El problema, pues, no es que haya o no haya crítica sino que ésta brote de la verdad y del amor[9]. Lo cual es más difícil que callarse.
[1] Unit. Eccl, PL 4,503.
[2] Cfr Mt 16, 18.
[3] www.feyrazon.org/Catalina.htm
[4] «¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores?» Es decir, que no tienen que apacentarse a sí mismos, sino a las ovejas. Ésta es la primera acusación dirigida contra estos pastores, la de que se apacientan a sí mismos en vez de apacentar a las ovejas. ¿Y quiénes son ésos que se apacientan a sí mismos? Los mismos de los que dice el Apóstol: Todos sin excepción buscan su interés, no el de Jesucristo (san Agustín, Sermón sobre los pastores, 46,1-2. Pueden encontrarse extractos en: www.corazones.org/biblia_y_liturgia/oficio_lectura/tiempo_ordinario/24domingo_ordinario.htm
[5] Cfr Num 22, 20-35
[6] El Cántico Espiritual (o las Canciones entre el alma y el Esposo, tal como Juan de la Cruz tituló este poema), es considerado, dentro del ámbito de la literatura española, como el más elevado y el más hermoso poema de amor. Y es que no hay amor que pueda compararse al que Dios tiene y manifiesta hacia el hombre. Juan de la Cruz hizo esta experiencia que no pudo callar. Desde su condición de poeta, quiso cantar ese AMOR, plasmándolo en estos versos que narran la más maravillosa historia de amor. Cuando le solicitaron al Santo la explicación de estos versos, antes de iniciar el comentario él escribió: “Por haberse, pues, estas canciones compuesto en amor de abundante inteligencia mística, no se podrán declarar al justo, ni mi intento será tal,... porque los dichos de amor es mejor dejarlos en su anchura, para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu...” (CB prólogo n. 2)
[7] Cfr Concilio Vaticano II, Inter Mirifica, n. 8.
[8] Karl Rahner (1904-1984) fue uno de los teólogos católicos más importantes del siglo XX. Nació en Friburgo (Alemania) y murió en Innsbruck (Austria). Perteneció a la Compañía de Jesús. Su teología influyó al Concilio Vaticano II. Su obra Fundamentos de la fe cristiana (Grundkurs des Glaubens), escrita hacia el final de su vida, es su trabajo más desarrollado y sistemático, la mayor parte del cual fue publicado en forma de ensayos teológicos.
[9] Omne verum, a quocumque dicatur, est a Spiritu Sancto (Ambrosiaster; cfr. Summa Theol., I-IIæ, 109. 1 ad 1)
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